No soy negacionista pero me han surgido dudas con esta vocación del Gobierno de crear un censo con los que no acepten vacunarse. ¿Un censo? No sé si el registro es a título informativo para contabilizar el número de no vacunados, si se trata de una respuesta sanitaria condenatoria de los que se resisten aun siendo contribuyentes como los demás o si les van a poner un sambenito o un escapulario para señalarlos. No hay que pensar mal pero puedo temerme lo peor, como decía un conocido respecto a ciertas conductas erráticas. El negacionismo es una estupidez, porque nadie puede negar lo que ven los ojos y padecen las personas por culpa de la pandemia. Pero el pánico a los efectos secundarios de una vacuna exprés resulta comprensible; el mismo Gobierno es el primero en alentarlo con sus decisiones sobre el virus en cada momento que tiene la oportunidad y desde el primer minuto en que se declaró el Estado de alarma. Ya he escrito en anteriores ocasiones, y con ello no descubro la pólvora, que no es fácil para ningún Ejecutivo del mundo lidiar con este toro. Y que también es difícil hacerlo peor que en determinadas circunstancias se ha hecho en España. Casi siempre porque no se actúa con la debida celeridad, no existe una coordinación como es debido con la UE ni tampoco con las administraciones autonómicas en las que ha recaído el peso de la responsabilidad por renuncia de Pedro Sánchez, que ha preferido mantenerse al margen para no sufrir mayor desgaste político. Una postura que, desde luego, no le honra, porque lo primero que debe tener en cuenta un estadista es el interés común. Esta forma de actuar se ha visto últimamente reflejada con la situación desencadenada en el Reino Unido, que también ha tenido la mala suerte de disponer de un gobierno laxo. H