Acabo de leerte, Alfredo , en tu libro Conversación en el atrio . Eres tú contigo. Pero ahí, en el atrio, estamos todos. Unos conscientes, otros sin pensarlo dos veces y muchos de fijo sin dar un paso ni afuera ni adentro. Aunque el atrio no sea un lugar para quedarse: un sitio, sino acaso una situación que se prolonga en el camino y una pregunta que se abre. No una pregunta retórica, que esa no va a ninguna parte y es solo una pose. Ni el tema, oye. Sino el problema: la pregunta en la que somos, nos movemos y vivimos. La existencia, no la insistencia. Ni el regodeo en el recuerdo, que ahí se queda: a la espalda. Sino acaso la apuesta hacia delante, con un pie en tierra y otro en el aire. La vida que se desvive viviendo, la que se hace con determinación. Rastreando y presintiendo, adivinando acaso. No es fe en la fe, que eso es fanatismo y para eso basta y sobra cualquier fe. Ni fe sin duda alguna, pero sí confianza a pesar de todo. Si en eso estás y en eso estamos, compañero, ahí nos encontramos. En la cuestión que se abre, nos abarca y compromete, en la pregunta a la que hay que responder. O en el atrio, como tu dices.

Terminas tu libro con una adenda, que es la perfección o gota que colma el vaso. Que resume en cuatro estaciones o tragos el curso de la vida que tragaste. Datas la primera estación en 1965, y la llamas «el Credo». Frente a un estudiante de Ciencias que se declara ateo para siempre porque solo acepta lo que se demuestra científicamente, tú comentas entonces con el debido respeto: «Por mi parte, acepto , en cambio, muchas cosas que no se pueden ver, tocar, fotografiar ni registrar. Por eso he sido creyente, lo soy ahora o creo serlo, y espero seguir creyendo».

A la segunda estación -que llamas «perjurio»- la datas 1971. Y te refieres al juramento antimodernista que desde 1910 se exigía a los docentes de teología católica en los centros de la Iglesia para contener la creciente modernidad que amenazaba a la ortodoxia tradicional. Reconoces que juraste en falso, en contra de tus convicciones. Pero lo hiciste, de lo que te avergüenzas. No te comportaste «como un hombre sino como un treintañero todavía adolescente, rezagado e inmaduro por todos los costados», como tú dices. Comparto esa experiencia y la confesión que te honra. Yo hice lo mismo, como estaba mandado.

Lo que llamas «deserción» comienza en tu caso como tercera etapa de tu vida al comenzar el tercer milenio en el 2001. También yo me deshice de lo que me hice o me hicieron --con mi complicidad- pero antes. Y poco a poco, como en tu caso, me alejé del templo hasta el extremo de no ir a misa los domingos después de haber dicho tantas. Me quedo en casa o en la plaza, ni siquiera piso el atrio. No obstante, sigo abierto y en camino y, por tanto, en la pregunta.

No comprendo a los que solo piensan para no tener que creer, ni a los que creen sin duda alguna para no tener que pensar. Unos y otros me parecen incompatibles e inseparables, como la cara y la cruz de la misma medalla. O moneda. Respeto todas las opiniones, pero esa no la comprendo ni la abrazo. Por eso sigo abierto y me encuentro, en el camino, con otros compañeros con los que comparto la palabra y la vianda. La vida es una experiencia abierta. Sea lo que fuere después de todo nunca se sabe mientras se hace. Ese es el atrio en el que me encuentro. En el que nos encontramos, Alfredo.

No quiero terminar el texto con una afirmación. Lo termino con una pregunta, ya saben. No tengo fe en la fe, ni creo en Dios sin duda alguna. Dios no es el problema, el problema es el hombre que pregunta: ¿por qué?

Ese es el problema. ¡No el tema, por favor! H