Revela un estudio a escala planetaria recién publicado por la Universidad de Ottawa que la pandemia nos está dejando tocados, en el sentido más coloquial y psiquiátrico de la expresión. No es que hayamos caído en la demencia, por ahora; pero sí se constata que el insomnio, la ansiedad, la depresión y el estrés postraumático se multiplicaron notablemente desde la irrupción del coronavirus. Los teóricos de la conspiración bien podrían pensar que todo este lío ha sido organizado por las compañías farmacéuticas para vender más tranquilizantes, somníferos, antidepresivos y, por supuesto, vacunas. Lo del estrés postraumático detectado por los investigadores quizá aluda a lo que supuso permanecer bajo informal arresto domiciliario durante el confinamiento de la primera ola. Realmente es un trauma del que apenas nos recuperábamos cuando llegó la segunda marejada.

Nadie está acostumbrado a enclaustrarse en casa; e incluso los menos sociables acaban por echar de menos la tertulia y las cañas con los amigos. El problema se agrava en los casos de difícil convivencia marital o familiar. Si la epidemia en sí amenaza particularmente a las gentes añosas y a la convivencia doméstica, no es menos verdad que sus daños psicológicos afectan sobre todo a la muchachada. A los jóvenes en edad de merecer les ha tocado la peor parte. No es fácil ligar con la mascarilla puesta y menos aún con las discotecas cerradas. Tampoco ayuda la obligada distancia de seguridad a la hora de hacer aproximaciones tácticas a la pareja. La generación que ya sufrió los efectos de la crisis del 2012 cuando estaba a punto de ingresar en el mercado de trabajo, vuelve a recibir ahora un palo. Sin empleo y con graves dificultades para echarse novia o novio, el único consuelo que les queda es el de la salud, que a esos años se les supone.