Corría el mes de febrero de 1981. Adolfo Suárez había dimitido y Calvo Sotelo esperaba que el Parlamento le nombrara presidente del Gobierno. Era el día 23 y España contenía la respiración viendo como la UCD se descomponía y el ruido de sables se escuchaba entre cloacas y despachos del poder del todavía poderoso ejército que el general Gutiérrez Mellado intentaba atraer a la democracia desde su ministerio.

El ruido ensordecedor de las metralletas puso ese mismo día bajo sus asientos del Congreso a los diputados, por orden del teniente coronel sublevado Antonio Tejero. Emergieron en ese momento tres personas por encima de los demás, el todavía presidente Adolfo Suárez, el general Gutiérrez Mellado y el rey Juan Carlos I.

Una tarde noche de idas y venidas, de rumores y de noticias más o menos interesadas, terminó en la denominada «noche de los transistores». Una noche que pilló al país pegado a la radio, a un buen número de españoles preocupados por su más inmediato futuro y a otros, con la mochila preparada por si «el golpe» prosperaba y había que poner tierra de por medio.

Las palabras del rey Juan Carlos I en la madrugada del día 24 poniendo fin a semejante desatino, llevó la tranquilidad al país y convirtió en juancarlista, no sé si monárquico, a una gran parte del pueblo español.

A partir de ese momento y después del triunfo del PSOE al año siguiente, España se dio un baño de modernidad y puso rumbo a Europa y a los mercados internacionales de la mano de Felipe González y el Rey.

Juan Carlos I se convirtió en la cabeza de puente de la diplomacia española. Bien asesorado por los miembros de la Casa Real, desarrolló su reinado con un aura de estadista y de Rey del pueblo.

Sus buenas relaciones con los príncipes de las dinastías árabes, eran aplaudidas y reconocidas porque ostentaban grandes fortunas derivadas de la riqueza petrolera de sus países y con los que convenía estar a bien, independientemente de los criterios que aplicaban en el gobierno de sus países en relación con los derechos humanos.

No hubo inconveniente en que se filtraran los devaneos sentimentales del actual Rey emérito en sus tiempos de monarca en ejercicio y sus asuntos de bragueta. En aquella época, con una sociedad todavía muy machista, era un comportamiento tolerado, entendiendo que eran asuntos privados del monarca. Se consideraba que mientras su función pública fuera intachable, la esfera privada no debería interferir. En paralelo a esos comportamientos, el tiempo ha demostrado que presuntamente su comportamiento no era tan leal.

Como dijo Abraham Lincoln: «Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo». De ello se puede deducir que alrededor del actual Rey emérito ha existido una hipocresía política, social, económica y empresarial que ha tolerado unas supuestas irregularidades económicas, porque todos obtenían beneficios de su figura. Es cierto que los ciudadanos de a pie no hemos conocido la agenda internacional del Rey con la transparencia exigible, pero en ocasiones si hemos sabido que era acompañado por la flor y nata del empresariado español. Se entiende que no irían por cortesía sino para conseguir esos contratos milmillonarios que firmaban y que venían de la mano de la tarjeta de visita que Juan Carlos I representaba en asuntos económicos de índole internacional. Llama poderosamente la atención que las cuentas que el Rey emérito maneja sean surtidas presuntamente por altruistas amigos casi siempre extranjeros y no haya ninguna mordida que salga de empresas que han sido adjudicatarias de esos contratos.

Estos comportamientos del emérito han abierto un debate sobre si están protegidos por su inviolabilidad reflejada en la Constitución o al ser actuaciones de índole privado son condenables. Con todo ello ha surgido una realidad incuestionable: su superior jerárquico, en este caso el rey Felipe VI, ha tomado unas medidas de profundo calado respecto a su padre, independientemente de que estos actos sean sometidos a juicio y sea o no condenado. Analizando en profundidad las decisiones de Felipe VI suenan a mensaje para navegantes, pero da la sensación que nuestra clase política no se da por aludida y ha abierto un debate sobre la monarquía sin valorar que entre sus propios partidos hay comportamientos similares a los del Rey emérito y que lejos de realizar acciones de depuración, realizan fervientes defensas a la espera de que sea la Justicia quien los ponga en su sitio.

Queda constatado que el Rey emérito va desnudo, como en el cuento. Ha perdido su posición de privilegio, ha dejado de ser imprescindible y se encuentra solo, fuera de la Casa Real, lejos de su familia y con el desprecio de muchos de aquellos a los que sirvió. Se encuentra alejado de su país, España, al que tantos servicios prestó y después de caer en la perversión del poder: sentirse impune y olvidar que la función de un servidor público es servir, no servirse del cargo para interés propio. De ser ciertas las noticias que han generado su situación, se harían buenas aquellas palabras del historiador británico Lord Acton: el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente.

La situación que está viviendo Juan Carlos I ha puesto de manifiesto lo fácil que resulta hacer leña del árbol caído, pero aún así y con todo, el Estado debería tener recursos para exigir a aquellos que le acompañaron, callaron y permitieron estos comportamientos las mismas responsabilidades políticas o judiciales si así se demostraran, que para nuestro Rey Emérito. Y lógicamente la condena social del pueblo español.