Los datos estadísticos acerca del número de personas muertas por el coronavirus en nuestro país muestran que después del verano pasado se produjo una elevación espectacular de fallecimientos y que, desde entonces, esas cifras han aumentado, tal y como lo refleja el hecho de que, según datos oficiales, en el pasado mes de febrero han fallecido 10.528 personas (la cifra mensual más elevada desde abril de 2020). Pero lo más grave es que ese aumento de muertes se ha producido en la práctica totalidad de los países, aunque no con la intensidad del nuestro.

Hay momentos en los que pienso que todo va a continuar igual a lo largo de este año y que, por tanto, la cifra de personas muertas por este virus al finalizar el 2021 en España será superior a 200.000 (resultado de multiplicar 10.528X12 y de sumarle las más de 80.000 fallecidas en 2020). Como me resulta muy difícil asumir ese terrible dato, trato de convencerme a mí mismo de que, a partir de ahora, toda irá mejor gracias a los efectos beneficiosos de las vacunas.

Rotundo fracaso

Si dejamos de lado lo que pueda ocurrir de aquí en adelante y nos basamos únicamente en lo que ha sucedido desde marzo del año pasado hasta febrero de este año, creo que las dos únicas conclusiones lógicas que pueden extraerse son éstas: que todas las medidas tomadas por los gobiernos han sido un rotundo fracaso y que igual calificativo habría que dar a los tratamientos farmacológicos utilizados.

Para demostrar el fracaso de las medidas adoptadas por los gobiernos (confinar a la población sin tener en cuenta los efectos diferenciadores de ciertos factores sociológicos), solo hay que analizar los estudios empíricos existentes, los cuales muestran que la proporción de muertes en relación al número de personas contagiadas es más o menos semejante en todas las regiones, independientemente de que los confinamientos hayan sido más o menos rígidos. Y por lo que se refiere al fracaso de los tratamientos farmacológicos ensayados, el dato más clarividente es que el número de fallecimientos no solo no ha descendido sino que ha aumentado, lo cual hace suponer que se han empleado fármacos inadecuados, tal y como lo ha reconocido recientemente el doctor Jiménez Muro (jefe de medicina interna del hospital provincial de Zaragoza) en sus declaraciones a un diario regional aragonés.

A la vista de esa tremenda situación, me parece increíble que haya decenas de médicos, autoproclamados expertos en virología y en epidemiología, interviniendo en tertulias radiofónicas y televisivas, en las que pasan horas explicando las características del virus, cómo ataca a nuestras células, o cuáles son las diferencias técnicas entre unas y otras vacunas, cuando en realidad lo que necesitamos las personas ajenas a los vericuetos sanitarios es que los médicos nos tranquilicen, contribuyan a aminorar la incertidumbre y el miedo que tenemos metido en el cuerpo, y que nos garanticen que todas las decisiones terapéuticas serán tomadas con la aceptación explícita de los enfermos o de sus familiares. Otro comportamiento que me resulta difícil de entender es que cada enfermo que se salva sea interpretado como un trofeo que conviene publicitar. Por eso, organizan un show televisivo cada vez que salen de los hospitales ciertos enfermos, especialmente si tienen más de ochenta años. ¿Por qué no hacen lo mismo con las personas que salen con los pies para adelante, metidas en un ataúd?

Limitaciones clínicas

Estoy convencido de que el reconocimiento por parte de los médicos de sus limitaciones clínicas y la no ocultación de los cadáveres serviría para que la gente tome conciencia de la gravedad de la situación y, en consecuencia, se comporten de manera responsable. Lo mismo sucedería si los políticos invirtieran unos minutos en convencernos de que la mejor solución para erradicar esta pandemia es confinarnos de manera indiscriminada, en lugar de imponernos de forma dictatorial sus contradictorias decisiones.

Entiendo perfectamente que las grandes multinacionales farmacéuticas hayan centrado todo su esfuerzo en encontrar vacunas de forma rápida, sin respetar los protocolos deontológicos que son exigibles a la investigación médica. Al fin y al cabo, a esas multinacionales lo que más les interesa es ganar cuantos más millones mejor, dejando en segundo lugar la salud de la gente.

También comprendo que, dada la alarmante y precaria situación en que nos encontramos después de llevar conviviendo con este maldito virus un año, los gobiernos hayan dado su visto bueno para permitir la vacunación masiva de la población, aún sabiendo que el proceso investigador es todavía muy precario. Sin embargo, no puedo justificar que los gobiernos no hayan puesto a trabajar, desde el momento en que aparecieron los primeros afectados por esta pandemia, a todos los departamentos y centros de investigación públicos relacionados con la salud en la experimentación de fármacos seguros, eficaces y baratos que, aunque no curaran esta terrible enfermedad, al menos la convirtieran en un padecimiento menos letal de lo que ha sido y está siendo.

Es más, creo que esta alternativa es la única posible para paliar este problema en las comunidades subdesarrolladas. Esperar que los países ricos regalen las vacunas a las naciones pobres me parece una utopía, y no digamos nada si la esperanza está en que sean las multinacionales farmacéuticas las que hagan esa donación.