A menudo la pasión por una lengua minoritaria tiene algo hermoso y levemente excéntrico: el viajero que recoge palabras por valles perdidos, la filóloga que graba a unos ancianos recitando, el escritor que quiere desarrollar las posibilidades de una lengua con poca tradición literaria, el editor que crea una colección. También es comprensible que alguien sienta tristeza ante la desaparición de algo que ama y que desee evitarla. El afán de estudiar, enseñar y proteger esas lenguas está lejos de parte del debate actual, como muestra la proposición no de ley sobre «la realidad plurilingüe y la igualdad lingüística» en España, una iniciativa parlamentaria de Bildu avalada por los grupos Unidas Podemos, Esquerra Republicana, PNV y Grupo Plural, que se votó en el Congreso hace unos días. Aquí el objetivo es político.

Como observa Manuel Toscano, la cosa no va de plurilingüismo, sino de plurinacionalidad. El objetivo no es reconocer, por ejemplo, las tres lenguas con presencia histórica en Aragón, sino fabricar una agregación de particularismos dopados que se restan a lo común. La lengua es un señuelo: «el plurilingüismo es un ariete contra el orden constitucional, un pretexto para denunciar que el Estado español es una moderna ‘cárcel de pueblos’». Se utilizan herramientas burdas como «la lengua propia», cuyo único sentido es dar a entender que la lengua común es ajena, se emplea una contabilidad tramposa que considera zonas bilingües lugares donde la lengua minoritaria no ha tenido presencia o ha dejado de tenerla hace siglos y en las zonas realmente bilingües el castellano aparece como una especie invasora. Desde ese punto de vista, las lenguas tienen derechos, no los hablantes. Ya encontraremos hablantes suficientes si se convierte en lengua administrativa.

Hemos visto el proceso: primero se secuestra la lengua y se consigue la complicidad de quienes creen que su preservación es importante, y luego se construye una barrera de entrada para la competencia de otras comunidades. Así se consigue la complicidad de la clase media local. El incentivo es perverso: en vez de denunciar una situación que quiebra la igualdad entre españoles, se decide crear otra barrera; si ellos tienen, nosotros también.

El problema de la lengua minoritaria es que no era útil, pero podemos conseguir que lo sea: solo es necesario crear una casta dependiente de su conocimiento. Y cuando es una vía de acceso imprescindible para algunos puestos de trabajo, su imposición sobre los hablantes de clases bajas se justifica con un argumento progresista sobre el ascensor social. @gascondaniel