España se incorporó en la última semana de marzo al reducido grupo de países que cuentan con una ley sobre la eutanasia. Hasta no hace demasiado tiempo yo defendía que era absolutamente imprescindible que nuestro país se incorporara a ese selecto grupo. Sin embargo, después de haber leído el contenido de la reciente ley española y, sobre todo, después de haber pasado muchas horas documentándome para escribir este artículo, creo que la aprobación de una ley de eutanasia es insuficiente, debido a que solo aborda una parte del problema. Por ello, entiendo que es necesaria una ley de muerte digna que incluya en su seno, de forma diferenciada, la eutanasia, el suicidio asistido y los cuidados paliativos.

En la eutanasia es el médico quien se encarga de administrar la sustancia letal al paciente que solicita dejar de vivir porque no desea continuar con los padecimientos y limitaciones que le produce una determinada enfermedad. En cambio, en el suicidio asistido, aunque tiene la misma finalidad que la eutanasia, es la propia persona afectada quien ejecuta el acto, asistida por alguien que generalmente es el médico (éste es el caso de la ley vigente en Suiza). Por último, en los cuidados paliativos, el papel del médico consiste en sustituir un tratamiento, que solo sirve para prolongar el dolor y la agonía del enfermo que está en fase terminal, por otro que le permita morir en paz, sin dolor y sin molestias innecesarias.

A pesar de la trascendencia personal y social que tienen esas tres actuaciones, en la mayoría de los países no están protegidas por ninguna ley. Solo en unos pocos (Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Canadá y Nueva Zelanda) están reguladas por leyes específicas, siendo el objetivo de las mismas garantizar la muerte digna de quienes, por unas u otras razones, desean morir. Para lograr ese objetivo, la normativa exige en todos los casos que se cumplan una serie de requisitos y que exista un proceso regulado por ley.

Tanto si esas actuaciones (eutanasia, suicidio asistido y cuidados paliativos) están contempladas en una única ley inclusiva de muerte digna como yo defiendo, como si están reguladas por leyes específicas, la coincidencia es total en el fin que persiguen: provocar la muerte activa en el caso de la eutanasia y del suicidio asistido, y pasiva en los cuidados paliativos. Sin embargo, poseen diferencias formales muy importantes. En la ley de eutanasia se requiere que la muerte sea ejecutada por un médico de forma directa y explícita. En la del suicidio asistido, el médico se convierte en ejecutor indirecto de la muerte. Por último, en la ley de cuidados paliativos no hay un ejecutor directo ni indirecto de la muerte, ya que el médico se limita a facilitar el tratamiento necesario para que la persona enferma muera por sí misma sin sufrimiento. O dicho de otro modo, tanto en la ley de eutanasia como en la del suicidio asistido la norma legal asigna al médico una labor semejante a la que tenían los verdugos profesionales (según la RAE, verdugo es la persona encargada de ejecutar la pena de muerte dictada por la justicia).

Cuando digo que ambos roles son semejantes me refiero a que el resultado de la acción es el mismo: producir la muerte de un ser humano. No obstante, hay que reconocer que existe una diferencia sustancial que afecta directamente a la conciencia ética de la persona que causa la muerte: en la eutanasia y en el suicidio asistido el sujeto que va a morir ha elegido la muerte de forma voluntaria, cosa que jamás sucede en las condenas judiciales a pena de muerte.

Otra diferencia es que en la pena de muerte es un tribunal judicial quien dicta la sentencia, mientras que en las leyes de eutanasia no hay sentencia propiamente dicha, sino simplemente una autorización por parte de una comisión de expertos.

En la ley española es una comisión constituida por siete miembros, nombrados por los órganos de gobierno regionales entre juristas, médicos y enfermeros que no se hayan negado a formar parte de la misma por haberse acogido a la restricción de conciencia que dicha ley permite. Por desgracia, no dice nada acerca del procedimiento a seguir para el nombramiento de los miembros de esa comisión, lo cual podría dar lugar a que, según sea la ideología de cada gobierno autonómico, en algunas regiones haya comisiones más permisivas y en otras más restrictivas.

Por prudencia, no voy a opinar si el papel que la ley asigna a los médicos en la ejecución de la muerte del enfermo es ético o deja de serlo, o si es contrario al juramento hipocrático que formularon. Para eso están los colegios profesionales de médicos. Lo que a mí más me inquieta de esta ley es que se otorgue a una comisión la facultad de decidir si debe morir o no una persona que ha elegido su propia muerte de manera voluntaria y en pleno uso de sus facultades mentales. Lógicamente, quienes crean que el dueño de nuestras vidas es un ente superior llamado Dios, estarán en contra de esta ley por motivos religiosos perfectamente respetables.

En mi caso, soy contrario a la misma porque creo que cada ser humano es el único dueño de su vida y, por tanto, ninguna comisión de expertos puede tener la facultad de dictaminar si acepta o veta la voluntad de cualquier persona a morir dignamente. Desde mi punto de vista, la única función que correspondería a esa comisión es la de comprobar si el solicitante reúne todos y cada uno de los requisitos exigidos por la norma, entre los que deberían incluirse los efectos negativos que el acto letal podría tener para sus familiares más directos (padres, cónyuges e hijos). En caso afirmativo, la decisión tendría que ser siempre favorable.