En una economía como la española, con un déficit público tan elevado (10,97% de PIB en 2020) -como no puede ser de otra manera, si se desea mantener las medidas socioeconómicas en el contexto de pandemia actual-, los fondos para la recuperación europea son vistos como el gran asidero al que agarrarse para salir de la crisis. Sin los 140.000 millones de euros que España tiene previsto recibir de la Comisión Europea en los próximos seis años, en forma de transferencias a fondo perdido y créditos blandos, sería imposible invertir en los sectores más necesitados, impulsar la reactivación industrial y combatir la desigualdad social. Pero esta solidaridad europea, que sin duda lo es, exige también un esfuerzo al país receptor. Hace tiempo que Bruselas aboga por que España lleve a cabo cambios en su sistema fiscal, laboral o de pensiones, y los fondos europeos son ahora su mejor palanca para incentivarlos. El Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia que España debe enviar a la Comisión antes del 30 de abril para acceder a las ayudas europeas incluirán numerosos proyectos de inversión (movilizará 70.000 millones de euros de dinero público hasta 2023), pero también algunas de las reformas que pide Bruselas. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, presentará este miércoles en el Congreso las 212 medidas incluidas en este ambicioso plan destinado a reorientar el modelo económico español.

A falta de conocer el detalle de los cambios, esta nueva crisis solo ha hecho que confirmar que existen debilidades estructurales que se deben reforzar (un mercado laboral con un exceso de temporalidad y un nivel de paro juvenil inaceptable, un sistema de pensiones insostenible...). El fondo, por lo tanto, no está en cuestión: ciertas reformas son necesarias. Otro asunto es la forma: cómo estas se llevan a cabo. Y el Gobierno español, en este asunto, ha mostrado hasta el momento una falta de diálogo que quizá le pase factura en los próximos meses, cuando le toque ejecutar las reformas. El grueso del plan que se presentará esta semana ante los diputados lleva meses cocinándose con las instituciones comunitarias para asegurarse el beneplácito europeo, sin que lo hayan visto antes ni los agentes sociales ni el resto de administraciones ni los representantes políticos del país. Unos cambios de tal calado no pueden ignorar el debate interno y ser presentados ante la sociedad como un paquete ya decidido en su mayor parte, por muy buenas intenciones que contenga.

Las dos reformas prioritarias serán la laboral y la de pensiones. De esta última, el ministro José Luis Escrivá dio este lunes avances, entre ellas la intención del Ejecutivo de revalorizar las pensiones según el IPC y eliminar el factor de sostenibilidad. La novedad que más llamó la atención fue un cheque de hasta 12.000 euros para aquellos trabajadores que retrasen su jubilación, una medida para evitar engrosar el déficit de la Seguridad Social que seguramente tenga mejor acogida que otra, también prevista: el aumento del coeficiente reductor de las pensiones en las jubilaciones anticipadas. En cuanto a la reforma fiscal, llevará más tiempo. La ministra de Hacienda, María Jesús Montero, presentó este lunes el comité de expertos encargados de elaborar un Libro Blanco , que previsiblemente propondrá modificaciones en los impuestos de sociedades, patrimonio y sucesiones. La fiscalidad verde y digital, así como la financiación autonómica, también estarán sobre la mesa. Son cambios profundos. El Gobierno tiene la difícil tarea de satisfacer a Bruselas sin desatender el diálogo social. Y no empieza bien.