El pasado 4 de septiembre de 2020 Emmanuel Macron conmemoró el 150 aniversario de la proclamación de la III República francesa con un discurso en el Panteón de París, «lugar de memoria» elegido finalmente como descanso de hombres ilustres desde el multitudinario entierro de Víctor Hugo en 1885. Entre la caída del II Imperio en la guerra con Prusia de 1870 y la «extraña derrota» frente a las tropas de Hitler en 1940, Francia vivió acontecimientos tan importantes como la Comuna de París, el Affaire Dreyfus, la construcción de su imperio colonial o las dos guerras mundiales.

La unión de las candidaturas republicanas frente a la posibilidad de una restauración monárquica y clerical hizo posible la consolidación del régimen, que se plasmó en las leyes constitucionales de 1875 y en la dimisión de Mac-Mahon, un mariscal reaccionario cuyo estilo dictatorial quisieron imitar algunos políticos españoles de la época, como el general Serrano. Comenzó entonces una etapa de expansión económica acompañada de avances sociales muy importantes conducidos por la burguesía: se legalizaron los sindicatos y se legisló sobre trabajo de mujeres y niños, huelgas, accidentes de trabajo e incluso jubilaciones.

Se eliminó la censura de prensa y se construyó una república laica, con la separación de las Iglesias y el Estado o la enseñanza primaria gratuita, obligatoria y prohibida a las órdenes religiosas. Pero la elaboración de esta síntesis entre liberalismo y democracia antes de la Gran Guerra correspondió también a la acción colectiva de un movimiento obrero que luchó casi siempre por una república democrática y social. Esta «cultura política republicana» compartida por trabajadores manuales, pequeños propietarios agrícolas o amplias capas de la burguesía permitió superar varias crisis en los años ochenta y noventa. Como las elecciones eran a dos turnos, si la extrema derecha obtenía buenos resultados las fuerzas republicanas (derechistas, centristas, socialistas) pedían el voto para el candidato mejor colocado y se retiraban de la competición electoral. Esta «disciplina republicana» cerró el paso, por ejemplo, al militarismo populista del general Boulanger o al nacionalismo antisemita de los partidarios de humillar a Dreyfus.

El momento decisivo para comprobar hasta dónde llegaba el patriotismo republicano se produjo durante el mes de agosto de 1914. Mientras las organizaciones obreras intentaban por distintos medios parar una guerra entre trabajadores de distintas naciones, la llamada a filas fue un éxito. Las imágenes amables de las despedidas en las estaciones de tren ocultan la gran preocupación de los jóvenes poilus, pero lo cierto es que acudieron a defender su país del militarismo y el autoritarismo alemán. Tras la guerra, Europa tuvo que hacer frente a tensiones muy importantes, derivadas del éxito del comunismo en Rusia, del nacimiento del fascismo y de la crisis económica más importante de la historia del capitalismo hasta ese momento. Muy pocos regímenes parlamentarios sobrevivieron y la mayoría fueron cayendo en manos de dictadores autoritarios o fascistas. Francia fue una de las excepciones, ya que no vivió revoluciones obreras y la tentación golpista de las ligas fascistas de 1934 desembocó en la unión de las fuerzas progresistas por un gobierno de Frente Popular. Ciertamente, la burguesía francesa (liberal, democrática y laica) rechazó la deriva fascista que otras burguesías europeas aceptaron en nombre del orden social y el movimiento obrero se concentró básicamente en consolidar derechos sociales y laborales. Cuando empezó la Segunda Guerra Mundial, solo la invasión nazi consiguió derribar la república, que se defendió a partir de entonces a través de un movimiento de resistencia donde confluyeron desde comunistas hasta conservadores.

Era de esperar el desprecio que las derechas españolas han mostrado, en este caso, hacia la segunda república. Pero si quienes intentaron democratizar las sociedades europeas en momentos tan difíciles son calificados de fracasados, acusados de provocar la división social e identificados con la antesala del comunismo mientras se relativizan o, directamente, se ensalzan las miserias del régimen franquista, el deber de memoria antifascista podría convertirse en objeto de burla para su electorado y dejar espacio a proyectos autoritarios que nada tienen que ver con la democracia que dicen defender.