Giuseppe Marotta, consejero delegado del Inter de Milán, afirmaba esta semana, a modo de excusa por haber sido uno de los impulsores de la Superliga, que el fútbol está al borde de la suspensión de pagos. «Tenemos gastos insostenibles. El 70% de los ingresos sirven para pagar los sueldos de los futbolistas». Lo dice el dirigente de un club que destrozó la lógica financiera en 1999 con el fichaje de Christian Vieri, por la entonces desorbitada cifra de 46,5 millones de euros. El fútbol inició así una escalada para crear la inmensa burbuja especulativa en que se ha convertido hoy. Empresarios como Florentino Pérez descubrieron el chollo de las operaciones de compra y venta de jugadores: cuanto más caro es un futbolista, más rentable resulta. Pero es un lujo que solo se pueden permitir unos pocos clubes en el mundo.

Cuando la situación va a estallar, surge el gran dilema: reducir gastos o agigantar el volumen de la burbuja. Cualquier economista aplicaría el sentido común: imponer una política general para rebajar sueldos y regresar al mercado real, en el que ningún futbolista, por muy bueno que sea, pueda ganar 380.000 euros al día ni costar 222 millones. Sería como el desarme nuclear de esas potencias que una vez se volvieron locas e hicieron temblar el planeta Tierra. Los 12 de la Superliga han querido volar el planeta Fútbol y siguen sin ver la amenaza que han ocasionado. Dos días después de fracasar la operación, Pérez aún lamentaba que ya no se podrá fichar a Haaland, del Borussia Dortmund, ni a Mbappé, del PSG. Este hombre no sabe que él es un peligro público para el fútbol. Este hombre ignora que el futuro del deporte está en la igualdad, no en los privilegios.