Al doblar el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, el cabo de los primeros 100 días en la Casa Blanca es especialmente reseñable su determinación en tres ámbitos: la lucha contra la pandemia, el perfil neokeynesiano de su programa de reactivación económica y los compromisos anunciados esta semana para afrontar la emergencia climática. Puede decirse que en los tres campos ha impulsado la impugnación sin reservas de lo dispuesto durante cuatro años por su antecesor, Donald Trump, y se ha manifestado como un reformista decidido que desborda con mucho su perfil de demócrata moderado. Forzado por las circunstancias extremas que se dan, ha hecho de la necesidad virtud allí donde más acuciantes son las urgencias para corregir el rumbo de la gran potencia, gobernada hasta enero por la toxicidad demagógica del trumpismo.

Mucho más espinoso es el camino que tendrá que recorrer para atenuar la tensión racial. Dentro de los primeros 100 días de Biden se han sucedido acontecimientos tan diferentes como la matanza de ciudadanos de origen asiático, la sentencia condenatoria del expolicía que causó la muerte a George Floyd y la muerte de jóvenes negros por disparos de la policía en circunstancias casi siempre injustificables. La plaga del racismo, consustancial a la configuración histórica de la sociedad estadounidense, es una enfermedad que pareció relativamente controlada durante unos años, pero que ha rebrotado con la virulencia de las bajas pasiones estimuladas por la extrema derecha, y algunos de los enunciados de Biden -límites a la posesión y uso de armas, cambios en los reglamentos de las policías- apenas empiezan a enfrentar una durísima batalla en el Congreso, donde la mayoría de los legisladores republicanos son reticentes o abiertamente contrarios a las reformas.

Lo cierto es que la cuestión racial forma parte de la imagen internacional de Estados Unidos en la misma medida que su política exterior, donde mantiene varias de las constantes heredadas de la Administración de Trump: la relación fluctuante con China, donde se mezclan aspectos estratégicos y de seguridad con los de cariz económico (la expansión incontenible del gigante asiático), el deseo de abandonar el pedregal afgano y la decisión de mantener el statu quo en Oriente Próximo mediante Israel, Egipto y Arabia Saudí, con los ayatolás en la sala de espera. En cambio, es evidente el enrarecimiento de la atmósfera en las relaciones con Rusia y, en sentido contrario, la vuelta sin reservas a la tradición en la relación con los aliados europeos, que Trump poco menos que despreció. Habrá que seguir también el nuevo foco de tensión con Turquía, después del reconocimiento del genocidio armenio por primera vez por parte de un presidente de EEUU.

Hay en todo cuanto hace Biden hasta la fecha la necesidad inaplazable de ofrecer resultados a la opinión pública -la inmunidad de grupo, el 4 de julio; la retirada completa de Afganistán, el 11 de septiembre- para demostrar que es eficaz la alternativa política al nacionalismo desabrido que le ha precedido. La urgencia es lógica porque en noviembre del próximo año habrá elecciones legislativas y para el presidente sería desastroso un cambio de mayorías en el Congreso. Y no solo eso: daría alas a Donald Trump, que controla sin reservas el Partido Republicano y no deja de emitir señales de que quiere ser de nuevo candidato a la presidencia en 2024.