La recientemente celebrada festividad del libro ha gozado de un éxito renovado y de una gratificante capacidad de convocatoria. Como en los buenos tiempos.

Siempre es excelente noticia que la palabra bien trabajada, y se supone que en todo libro lo está, conquiste la calle, esa calle tan sometida a las voces soeces, al improperio y a la miseria expresiva; algo antaño exclusivo de la jerga chabacana y que hoy se ha trasladado a numerosas tertulias en los medios de comunicación. Una jerigonza que transita soberana por parques y avenidas para terminar colándose con arrogancia hasta en la más preciada intimidad.

La capacidad verbal del ser humano, sea escrita u oral, nos distingue desde los tiempos más ancestrales y camina unida a nuestra sed de un futuro mejor, basado en la fuerza de la razón y no en los argumentos de la fuerza. Un mañana de justicia y energía vital, como la que desbordan esos ancianos, trocados actores provisionales en la pieza teatral La vida vivida y por vivir, promovida por el Museo de la Universidad de Navarra. O Emilia Nájera, la primera abuelita vacunada contra el covid, que tan bella y confiadamente supo expresar su gratitud hacia los servicios sanitarios. Siempre es un placer escuchar a comentaristas como Pilar Cernuda, ejemplo en el uso de la palabra, que nos acompaña para saborear con armonía la verdad y su afán de justicia y rectitud. Y es una gran satisfacción saludar el debut como escritora de Ana María Ruiz, la enfermera que en plena pandemia montó una biblioteca en el hospital de campaña de Ifema y que ahora nos traslada su experiencia sanadora, afirmando que los libros no solo hacen volar la imaginación, sino que también salvan vidas. La palabra es hermosa. Debiera serlo en todo tiempo y ocasión. Ojalá que quienes regalan rosas el Día de San Jorge, lo hagan también durante todo el año.