Por regla general, las leyes que ofrecen amplias disquisiciones retóricas, tanto filosóficas como éticas, sobre el objeto que regulan y cuyo ámbito de aplicación abarca ámbitos tan amplios como la familia, las instituciones escolares, internet y los comportamientos sociales, suelen ser las que menos se cumplen. Este dato es el que me hace sospechar que la reciente Ley Orgánica de Protección Integral a la Infancia y a la Adolescencia frente a la Violencia, aprobada en el pleno del Congreso de los Diputados el día 15 de abril por el procedimiento de urgencia, no pueda aplicarse en su totalidad.

Como es lógico, no voy a diseccionar todos y cada uno de los artículos de dicha ley (el texto tiene 72 páginas en letra bastante pequeña) para evitar que este artículo resulte demasiado pesado. Por ello, a continuación me limitaré a comentar los aspectos que considero más relevantes desde el punto de vista social, tanto en sentido positivo como negativo.

El aspecto de la ley que más relevancia ha tenido en los medios de comunicación es el que amplía la prescripción de los delitos de abuso sexual a menores hasta 35 años después de haberse producido el abuso, en lugar de 18 como ocurría ahora.

Cambio de paradigma

Sin embargo, a mi modo de ver, posee mayor trascendencia social el cambio de paradigma que supone convertir la violencia contra la infancia y la adolescencia en un asunto público y social, en lugar de circunscribirlo únicamente al ámbito privado como sucedía hasta ahora. Este cambio paradigmático es lo que explica que la ley exija a cualquier persona y a los trabajadores de las administraciones públicas denunciar cualquier hecho violento contra los menores (arts. 14-19). Incluso, se ordena (arts. 28-32) que en los reglamentos que obligatoriamente deberán tener las escuelas, los centros de ocio, los equipos deportivos y los centros de protección de menores se describan una serie de mecanismos sencillos, accesibles, seguros y confidenciales que faciliten las denuncias parte de los niños ante el coordinador de bienestar (art. 33), que es una nueva figura profesional que entroniza la ley de manera obligatoria en todos los centros educativos tanto públicos como privados, o ante el delegado de protección en los centros deportivos y de ocio. En el mismo sentido, la ley obliga a que en los cuerpos y fuerzas de seguridad existan unidades especializadas de investigación, prevención y detección, convirtiéndose de ese modo en entornos seguros para la infancia y la adolescencia.

Dada la importancia capital que tienen esas dos figuras y las unidades especializadas en las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado para la prevención de la violencia y del abuso sexual de los menores, considero que en la ley se deberían haber expuesto las líneas generales de su perfil profesional, de sus obligaciones y deberes, de los planes de formación, de su modo de contratación e incluso de su estatus profesional (personal fijo, eventual, categoría, etc.). Al faltar esos lineamientos, puede ocurrir que cada gobierno regional interprete esas obligaciones de manera distinta según sea la ideología del partido gobernante, permitiendo así disponer de 17 modelos diferentes y hasta contradictorios.

La ley concede a los padres y a las madres un trato desigual, en línea con una concepción de la perspectiva de género, caracterizada por ofrecer un retrato de la mujer como un ser angelical y una imagen del hombre intrínsecamente perverso por su condición machista.

«Síndrome de alienación parental»

Ese sesgo se evidencia a lo largo de todo el articulado, pero muy especialmente en los temas que cito a continuación. Cuando habla de la posibilidad de prohibir las visitas de alguno de los progenitores o de determinar la custodia del menor como consecuencia de violencia intrafamiliar (art. 27) especifica que siempre será otorgada a la madre salvo que ello sea contrario a su interés superior. El artículo 10 bis prohíbe expresamente a los poderes públicos basarse en el «síndrome de alienación parental», entendido como el efecto psicológico que causa en el niño la manipulación ejercida por alguno de los dos cónyuges con la intención de manipular al menor para ponerlo en contra del otro, a pesar de que hay estudios muy solventes que aconsejan a los jueces basarse en dicho síndrome para poder diagnosticar el nivel de culpabilidad de cada cónyuge en esa manipulación, denominada «violencia vicaria» (una relación de esos estudios puede consultarse en Márquez, Narciso y Ferreira, 2020). Esta prohibición solo tiene sentido si se acepta, tal y como lo hace la Ley 7/2018 de 30 de julio sobre las medidas de prevención y protección contra la violencia de género, que la única violencia vicaria posible es la ejercida por el padre sobre la madre. Otro dato demostrativo del peso que tiene esa interpretación de la perspectiva de género es que en el artículo referido a la prevención de las formas de violencia (art. 22) únicamente se menciona de forma diferenciada la ejercida contra las niñas y las adolescentes.

A pesar de esos sesgos ideológicos tan negativos (al menos, desde mi punto de vista) y probablemente inconstitucionales, pienso que si hoy estuviera vigente esta ley, lo más probable es que la alcaldesa de Getafe ya estaría imputada judicialmente por corrupción de menores, por el hecho de haber distribuido en los colegios que dependen de ese ayuntamiento la guía titulada Rebeldes del género, en la que se contienen mensajes tan poco edificantes como estos, con la finalidad, según dicha guía, de enseñar a los niños y adolescentes a mantener relaciones sexuales satisfactorias: «la masturbación mola»; «apaga la tele y enciende tu clítoris».