Durante la campaña de las elecciones de Madrid se han confirmado los peores presagios y ya tenemos diagnóstico definitivo: la sociedad está polarizada como consecuencia del comportamiento de las fuerzas políticas y de la difusión que del mismo se ofrece en los distintos medios de comunicación. Es cierto que, a partir de esta idea, existen distintas valoraciones sobre las responsabilidades, pero suelen compartir la conclusión de que nos hemos atrincherado en bloques irreconciliables a derecha e izquierda.

El término polarización ha servido en el pasado para explicar periodos históricos concretos que terminaron en distintas formas de disolución de la democracia. La Alemania de Weimar sería una sociedad polarizada, cuyo clima aprovechó Hitler para ganar elecciones, acceder al poder y terminar con la República. Pero hoy sabemos que el partido nazi creció porque el centro político de volatilizó, mientras el Partido Comunista no consiguió jamás desbancar al socialismo como primera fuerza de la izquierda. En ese contexto, un presidente de la República reaccionario decidió, sin que la ley le obligara, nombrar a Hitler canciller.

En España encontramos visiones parecidas: la II República fue una sociedad tan polarizada que aquello solo podía acabar en guerra civil. Pero en la España del 17 de julio de 1936 gobernaban republicanos y el Partido Comunista era una fuerza absolutamente minoritaria. Cuando unos cuantos generales africanistas dieron un golpe de estado, el país podía estar atravesando una crisis de violencia política, pero no había nadie preparando ninguna revolución bolchevique. Dicho de otra forma, este tipo de interpretaciones suelen proceder de sectores conservadores que no desean asumir responsabilidades históricas que solo les corresponden a ellos.

No creo que la situación actual sea similar a la del período de entreguerras, pero los datos que tenemos (resultados electorales, encuestas regionales y nacionales) muestran claramente que si hay alguien polarizándose, está en la derecha. Podemos incluso proponer fecha al inicio del proceso: desde que salió del poder tras la moción de censura, desde que el centro quedó desdibujado y empezó a hacer el ridículo con fórmulas como «la banda de Sánchez» y desde que ambas decidieron que la extrema derecha era una opción frecuentable. Mientras tanto, recordemos que el Gobierno de España tiene su política económica en manos de Nadia Calviño, que no hay manera de que Ábalos regule los alquileres y que a Yolanda Díaz le acaban de decir en Europa que su reforma del mercado laboral tiene sentido. Si el centroderecha español está siendo abandonado por opciones más radicales mientras en la izquierda siguen imponiéndose las visiones más moderadas, la equidistancia intelectual y la distribución de responsabilidades a partes iguales no es más que una forma de conservadurismo y de apoyo tácito, cuando no directo, a gobiernos donde la extrema derecha resulta decisiva. Si la derecha política y mediática española se ha vuelto a echar en brazos de la extrema derecha, porque argumenta como ellos y gobierna gracias a ellos, debería asumir esta decisión y no defenderla como una supuesta única salida posible a un clima de polarización del que son los máximos responsables.

Lo que suceda en Madrid no solo es importante porque la victoria de Ayuso significaría que hay mucha gente que ve posible asumir su sanidad o su educación con los impuestos que dejará de pagar, sino también porque puede cambiar el tono, las formas y las políticas concretas de las derechas en el resto de España. La entrada de la extrema derecha en gobiernos regionales, que ya ha comenzado en Murcia, no es de la ETA, ni de Venezuela, ni de Puigdemont, ni de la sociedad en general, sino de quienes han pactado con ellos.