La Consejería de Sanidad del Gobierno aragonés ha abierto por fin las puertas a la transparencia en materia de recaudación de las sanciones impuestas --más de 91.000-- por el incumplimiento de las restricciones que tenían por objetivo frenar la propagación del virus. Han tardado, con reclamaciones varias mediante y quejas de los cuerpos de seguridad, que sospechaban que trabajaban en balde, pero ya han echado cuentas de lo cobrado, --casi 1.100.000 euros-- y ya hasta facilitan los conceptos por los que los infractores han merecido las multas. La mayoría por no usar la obligada mascarilla. No me extraña.

Y no me sorprende porque, ¿quién no ha tenido un encontronazo con un compañero de trabajo por un «póntela» o por un «súbetela» estando, además, en un espacio cerrado? Pues en la calle, elevado a la enésima potencia. En los inicios, todos hemos tenido algún olvido, una rotura de los cordoncitos, pero ahora... no hay justificación. Son el complemento ideal para el día que te has levantado con el pie izquierdo. Tapan las muecas de desagrado y realzan más la mirada. Ojo, incluso la asesina.

No me parece raro porque los policías, en especial los municipales, se lo trabajan mucho. Las cosas como son. Solo hay que pasar por las zonas de terraceo. Si es amplia, hay vigilancia estática y con furgonetas; si es peatonal, por parejas, y si las mesitas ocupan aceras, el control se hace desde el vehículo.

La semana pasada tuve la mala suerte de ir detrás de un coche uniformado por un paseo zaragozano. Parecíamos un paso de Semana Santa. Donde había vermuteo, paraban y escaneaban todas las mesas. Y así seguimos, mi acompañante y yo, hasta un semáforo en rojo donde una incauta mujer se dispuso a cruzar el paso sin caer en la cuenta de quién había delante. Cayó en la multa como un pajarillo. Y bien merecida.

Ahí sí me dejó perpleja el modus operandi de los señores agentes. Podían haber aparcado sobre la acera, como hacen otras veces, y actuado como eso, como unos señores. Pero, no. No se molestaron ni en bajar . Expidieron el papelito y a otra cosa, mariposa. Como la infractora, que lo cogió, lo metió al bolso y siguió sin cubrirse la boca.

Por la noche, tuve otro extraño encontronazo con otro servidor público, quien con el vehículo policial cruzado en medio de la calzada, sin la gorra reglamentaria, sin el saludo preceptivo antes de dirigirse a la conductora y a grito pelao, me obligó a cambiar de sentido («DE SENTIDO, EHHHH») evitando así que muriera ahogada en un reventón de tubería que se veía a la legua.

Menos mal que no se me ocurrió hacer una foto y colgarla en el caralibro porque me habría caído la del pulpo. Como al fragatino que por revelar el «racismo institucional» de dos agentes a los que cuesta adivinar dónde están en la imagen, le piden 600 euros.

Si el probo contribuyente pudiera denunciar sin salir trasquilado los malos modos y los incumplimientos de su propio reglamento de algunos de estos héroes de la pandemia, otro gallo nos cantaría.

Espero no tener que contarles una segunda parte.