Hay que dejar claro algo desde el principio: cuando alguien recibe un sobre con cuatro balas y unas rotundas amenazas de muerte para él y su familia, amenazas que tratan de justificar con una acusación tan falsa como las que vierten cada día en las redes sociales grupos vinculados a Vox e incluso la propaganda electoral de ese partido, solo cabe condenarlo enérgicamente. También si se tienen dudas sobre la veracidad o la trascendencia de esas amenazas. No vale el recurso a la adversativa («condeno, pero…») y mucho menos vale arrojar sospechas sobre el amenazado, sobre todo si quien las arroja defiende posturas similares a las de los matones. Eso suena a algo así como tirar la piedra y esconder la mano.

Dicho esto, el debate político en este país (no solo en Madrid) se ha emponzoñado a niveles repugnantes. Que, en plena pandemia, no se escuchen propuestas sobre sanidad pública o que, en plena crisis económica y social, no se oiga una palabra sobre medidas para atenuar el sufrimiento de millones de familias, solo se puede calificar de disparate. No digo que no existan, digo que no se oyen. El ruido de las grandes palabras vacías que se lanzan los candidatos como si fueran balazos no permite oír otra cosa.

Comunismo o libertad

El debate se reduce así a comunismo o libertad, entendido el comunismo como una dictadura sembrada de gulags que, por cierto, nadie defiende, y la libertad como el derecho inalienable a tomarse una caña donde y con quien nos dé la real gana, como si el covid no existiera. Palabras (o tonterías) que no apelan a la razón sino a zonas inferiores del cuerpo humano. El otro debate, fascismo o democracia, es aún más absurdo si bien se mira. Está claro a simple vista que solo una pequeña parte de los españoles elegiría lo primero y rechazaría la segunda… excepto si nuestra desacomplejada derecha ha logrado ya que muchos identifiquen el fascismo con la libertad y la democracia con el estalinismo. Por decirlo suavemente, cosa de locos.

Todos tienen su parte de responsabilidad en este sainete que puede ser trágico. Pero solo desde una equidistancia tan patética como la de un partido (Ciudadanos) en horas bajas tirando a subterráneas, se puede sostener sin rubor que todos tienen la misma. La responsabilidad de la izquierda está en haber perdido el pulso de la calle, en haber desencantado a muchos de sus votantes naturales a fuerza de broncas entre ellos y de evidenciar su descarnada lucha por la hegemonía, dejando para otro momento las necesidades más urgentes de la población.

La de la derecha es mucho mayor. Son el PP y Ciudadanos los que han blanqueado a Vox y han alentado sus posiciones parafascistas sin dejar de atacar ferozmente al gobierno que preside Pedro Sánchez, al que IDA sigue acusando de haber llegado al poder mediante una moción de censura (que ella equipara torticeramente a un golpe de estado) olvidando que, después de la moción, ha ganado dos elecciones consecutivas.

Trumpismo castizo

He dicho parafascistas y quiero detenerme en ello. Lo que encarnan Vox y una parte del PP, la que representan Díaz Ayuso y Pablo Casado, no es el fascismo del siglo pasado. Algunos lo han definido como trumpismo castizo y no les falta razón. Lo que propone esta gente es otra cosa, es eso que llaman ahora «democracia iliberal» y que no es más que un sistema autoritario y represivo para proteger al capitalismo salvaje frente a los derechos de la población, incluidos los derechos humanos. Un sistema que salvaguarda las formas más superficiales de la democracia, como la famosa libertad de tomar cañas (o de ponerse hasta arriba de alcohol y otras sustancias), y se reserva el recurso al autoritarismo si es preciso. Como Putin, como Orban, como…

No, lo que está ocurriendo delante de nuestros ojos no es una reedición de lo que pasó en el primer tercio del siglo XX. No parece que Europa (ni Estados Unidos, como ha demostrado Biden) esté por la labor de volver a esas andadas, pero eso está lejos de tranquilizarme. Y no me tranquiliza porque lo que sí está en marcha es una siembra masiva de odio, astutamente diseñada y patrocinada por grupos muy poderosos en buena parte del mundo occidental. Si quieren saber cuáles son esos grupos, piensen solamente en las brutales reducciones de plantilla que planean los bancos españoles y que solo las presiones del Gobierno y de la Unión Europea les han obligado a renegociar. Y, a continuación, imaginen qué presiones habría ejercido un gobierno con Casado y Abascal al frente. No hay más preguntas, señorías.

Batalla cultural

Hay quien dice que la derecha autoritaria está ganando la batalla cultural, pero yo diría que está ganado la batalla contra la cultura. Mucha gente joven ha olvidado, pero no porque sean idiotas sino porque la izquierda no ha sabido (o le ha importado muy poco) mantener viva la memoria de lo que sucedió. Y porque la derecha ha hecho todo lo posible por tergiversar la verdad, fomentar el odio a la izquierda (y a los inmigrantes, y a los homosexuales, y…) mientras oculta los aspectos más siniestros, que son casi todos, de la dictadura que se impuso a los españoles por las armas.

Solo así puede entenderse que, como revelan las encuestas, casi el 80% de los votantes madrileños del PP prefieran a Vox como socio antes que cualquier otra opción. ¿Significa eso que nuestras libertades democráticas están seriamente amenazadas como en 1936? No en principio: están protegidas por la Constitución. Pero sí corremos el peligro, como advertía recientemente el historiador José Álvarez Junco, de que ese lenguaje que carga las palabras de odio y las convierte en balas provoque a mentes enloquecidas y abra el camino a la brutalización de la política.

Atentos. Como también diría el periodista Miguel Ángel Aguilar.