El diccionario Larousse lo incorpora en 1932. El término había surgido en el periodo de entreguerras en el lenguaje corriente de las sociedades occidentales, extendiéndose luego a todo el planeta. En realidad, nos dice Michel Wieviorka, en su estudio sobre el racismo (Gedisa), el término es nuevo pero el fenómeno ya estaba entre los antiguos griegos, aquellos de las ciudades-Estado, para quienes todos los demás eran bárbaros, y aunque sin duda eran seres humanos, eran inferiores. Para este autor «el racismo consiste en caracterizar un conjunto humano mediante atributos naturales, asociados a su vez a características intelectuales y morales aplicables a cada individuo relacionado con ese conjunto y, a partir de ahí, adoptar algunas prácticas de inferiorización y exclusión». Hannah Arendt en su conocido estudio sobre los orígenes de los totalitarismos, se ocupa del nacimiento de la ideología racista. Esta ideología, que defiende la diferencia esencial, propia de la naturaleza misma de los grupos humanos, se comenzó a difundir a finales del XVIII y los procesos coloniales y el romanticismo, caldo de cultivo de los nacionalismos, no son fenómenos ajenos al tema. Evidentemente la ideología racista ha evolucionado buscando nuevas justificaciones, sobre todo emocionales, alrededor siempre del supremacismo blanco. En EEUU, cada vez que se escapa una bala policial se la encuentra un negro o un hispano. Y en España, el fascismo redivivo se ceba con los más débiles: los niños emigrantes. Y luego irán a misa a comulgar. En las sociedades oficialmente protestantes o católicas, el racismo se perpetúa, se justifica y se traduce en votos. Sorprendente. Es la coartada perfecta para convertir en inferiores a otros seres humanos y justificar su exclusión social. El genocidio no sirvió de vacuna y ahí andan algunos, revolcándose en la misma mierda.