Si miramos atentamente hacia las llamas de la actualidad, puede adivinarse un movimiento significativo en la política internacional o más bien una serie de movimientos que anticipan lo que puede convertirse en una segunda guerra fría, bien distinta de la que sucedió a la Segunda Guerra Mundial.

Las metáforas, como el fuego, son evocadoras y poderosas porque activan zonas adormecidas del cerebro. El 2 de septiembre del 2018 ardía en Río de Janeiro el museo nacional de Brasil. Entre las piezas perdidas (casi todas), Luzía, uno de los homo sapiens más antiguos de los que teníamos testimonio. Resulta raro pensar que los restos de Luzía perdurasen enterrados durante milenios; y que el incendio de un museo haya acabado con ellos en pocos minutos. La cremación póstuma de Luzía hace pensar con dolor en lo perecedero que resulta todo, incluso aquello que parecía haber vencido al paso del tiempo. Nada podemos dar por inamovible, ni los errores del pasado están libres de ser repetidos, ni los logros alcanzados tras décadas de lucha tienen garantizada su continuidad.

Antes de merecer entrar en la categoría de grandes movimientos históricos, los cambios de paradigma se van fraguando en la sombra hasta que se ponen de manifiesto. Cuando eso ocurre, ya es muy difícil detener su inercia; si son para bien, los asumimos sin dificultad; si son para mal, enseguida se desencadena la catástrofe. Sin duda, para poner remedio antes de que sea demasiado tarde nos faltan auténticos líderes o verdaderos profetas, pero resulta muy difícil distinguirlos de los visionarios de feria o de los vacuos agoreros.

La Unión Europea y la ONU nacieron del caos de las dos guerras mundiales. Surgieron del fuego destructor en busca de la paz. Iniciaron un camino largo y difícil, en el que uno de sus mayores riesgos era olvidar las causas que motivaron su surgimiento y ahogarse en las dificultades cotidianas. El resultado fue durante décadas un precario equilibrio entre bloques, llamado Guerra Fría.

En realidad, los bloques de la nueva guerra fría son los mismos: a grandes rasgos, a un lado las defectuosas democracias más consolidadas: Europa, EEUU, Canadá, Japón, Australia y Nueva Zelanda; al otro, Rusia y China, los herederos del socialismo real, que han canjeado en tiempo récord sus regímenes comunistas totalitarios por otros instalados en el capitalismo salvaje, pero no menos autoritarios. La amenaza que estos dos países suponen para el respeto a los Derechos Humanos y para la pervivencia de la democracia es de tal magnitud que ha obligado a la OTAN a reconvertirse. En la pasada cumbre de jefes de Estado de la OTAN, esta reorientación fue puesta con claridad sobre la mesa. La apuesta no es baladí, se trata de contrarrestar el poder creciente de esos dos colosos de oriente, que expanden su influencia por todo el mundo, sin las cortapisas de bagatelas como el Estado de Derecho o las libertades individuales.

La OTAN, tan denostada en tiempos pretéritos, ha venido experimentando un profundo cambio de orientación, desde su carácter militar-defensivo a otro mucho más político, orientado a asegurar no sólo la ausencia de guerra explícita, sino además la preferencia por la democracia, el Estado de derecho y la defensa de los Derechos Humanos, frente al auge de nuevas formas de totalitarismo.

La bañera. Antonio Postigo

Pero los movimientos tectónicos del paradigma no acaban ahí. En el interior de ese idílico occidente democrático, laten con fuerza creciente peligros igualmente preocupantes: la autocensura impuesta por la corrección política pone en grave riesgo la libertad de expresión y el ejercicio del sentido crítico, encaminándonos hacia un pensamiento único, basado en el exacerbamiento de los «derechos» de todas las minorías imaginables. El resurgimiento del populismo fascistoide, mostrando abiertamente su cara u oculto bajo mil disfraces, se presenta ante ciudadanos sin criterio como la solución fácil a problemas complejos, como los flujos migratorios, el crecimiento demográfico, el cambio climático, la pobreza, el paro o el reparto de la riqueza. El renacimiento de nacionalismos excluyentes, en el que ciudadanos bienintencionados, hábilmente adoctrinados desde la cuna, pueden acabar odiando a sus vecinos porque no hablan la misma lengua, no tienen el mismo color de piel o simplemente no son de los suyos.

Luzía vivió y murió hace unos 11.500 años en un mundo lleno de peligros que en muy poco se parece al nuestro; sin embargo, sus restos desaparecieron en unos minutos en el incendio de un entorno civilizado y en apariencia seguro. Miren fijamente hacia las llamas de la actualidad y saquen sus conclusiones, el fuego y las metáforas son poderosos motores del pensamiento.