Este año casi han coincidido dos festividades señaladas, el Primero de Mayo, Día del Trabajo e, inmediatamente después, el Día de la Madre. ¿Cómo no pensar en la extenuante jornada de trabajo que desarrolla una madre para sacar adelante su empresa hogareña? Veinticuatro horas diarias de absoluta dedicación y disponibilidad, donde brillan por su ausencia el amparo sindical y los incentivos a la productividad; una carrera de obstáculos cuyo premio es el menosprecio social cotidiano y el descalabro en un mercado laboral, privado de expectativas. Las amas de casa han de pagar siempre un duro precio por su entrega a la educación de los hijos, sagrada misión familiar que la comunidad apenas reconoce y aún menos recompensa; ¿será porque apenas hay amos de casa todavía?

El quehacer hogareño es el paradigma del trabajo no remunerado. Ni cuando se realiza, ni con posterioridad, a la hora de una jubilación sin derecho a pensión. A cambio de todas las privaciones que voluntariamente asumen las madres que optan por dar a sus hijos el máximo cuidado, a costa de un incierto paréntesis en su vida profesional, ni siquiera tienen asegurado el futuro a cuenta del amor filial, pues el vértigo de la existencia puede llevar muy lejos a sus retoños o imposibilitarles por muchos caminos para devolver siquiera una parte del inmenso amor que han recibido.

Cada día es más frecuente observar a miembros del género masculino enfrentados a labores hogareñas y a las insustituibles funciones educativas. Probablemente este sea el punto de partida para que alusiones despectivas y machistas, referidas a las tareas domésticas, sean borradas del léxico. Y también para que, de una vez por todas, el papel de quien realiza este trabajo obtenga la recompensa material e institucional que merece, como la que cualquier otro trabajador goza desde hace décadas.