De las elecciones madrileñas ya está todo dicho, pero yo quiero detenerme en una impresión óptica y acústica a la que convendría darle unas vueltas. Fue encender la tele y encontrarme con esa fiesta de banderas donde se gritaba «¡libertad, libertad!» como si de un mitin antifranquista se tratase. Y, junto a la rojigualda, ondeaban con alegría todos los colores de la bandera del arcoíris y el amarillo y negro del anarcoliberalismo, esa cosa tan extraña y tan punk. Acompañando la algarada, una mujer morena vestida de rojo, en plan La libertad guiando al pueblo (pero con mirada mucho más inquietante), brindaba con emoción y un punto de locura por todos los tabernarios de Madrid. Qué bien han aprendido lo que tenían que aprender. Reconozcámoslo. Con lo sosos que eran. Pero eso era antes, cuando todo esto era campo. Es cierto que también compareció Casado como para tranquilizarnos y demostrar que pueden seguir siendo muy sosos, pero fue para agradecerle, amorrado a la espita de oxígeno y un poco descolocado a pesar de ella, el hálito de esperanza que para él supone esta victoria.

Por contraste, le encontré a la tristeza de Pablo un carácter y un estilismo mucho más burgués. Se retira del mundanal ruido. Con los días, lo he visto como en sueños instalado en su chalete, introspectivo, huraño, como un viejo marqués un poco arruinado que disfruta de sus honestas comodidades y luego se larga al casino del pueblo «y augura que vendrán los liberales/ cual vuelve la cigüeña al campanario». Me lo imagino departiendo con Rajoy, entre la amabilidad, la retranca y la condescendencia mutua, sobre la España de los espadones, y que si Espartero y Narváez, que si O’Donnell y Serrano. Y así. Por pasar el rato, sin más maldad.

Como decía Lina Morgan, «esto está cambiando mucho». Y todavía hay quien no lo ve.