La pretensión del Gobierno de implantar un peaje en todas las vías de alta ocupación del Estado, incluida en el plan de recuperación enviado a Bruselas, ha levantado una enorme polvareda, en parte provocada por la manera en que se ha presentado a la sociedad: por sorpresa (en un sentido totalmente opuesto al que parecía indicar lo sucedido en los últimos años, con la no renovación de concesiones y peajes y la gratuidad de tramos ya completamente amortizados por sus concesionarios) y en un escenario de crisis que hace difícil asumir esta nueva carga. El Gobierno lo justifica en la necesidad de buscar un modelo de financiación para el mantenimiento de la red de carreteras del Estado, incluyendo las autopistas que han dejado de ser explotadas por las empresas concesionarias y cuyo buen estado ha pasado a ser responsabilidad íntegramente de la Administración. El déficit acumulado se estima en casi 8.000 millones de euros, así que la necesidad es cierta e ineludible. Aunque viene de lejos, por lo que hubiera sido preferible haber planteado con tiempo un debate sereno con todos los actores afectados antes de lanzarlo en forma de proyecto sin marcha atrás. Aunque el Gobierno se preste ahora a buscar vías de consenso sobre su implantación, y asegure que no se empezará a desarrollar hasta 2024 y solo si la situación económica ha mejorado, la necesidad de buscar financiación y cumplir con los compromisos con Europa dejan poco margen.

La aplicación del pago por uso no será fácil de implementar. Quizá habría otros mecanismos con una logística más simple. Es inevitable que el debate se plantee en estos términos: ¿debe ser el uso de la red de carreteras de alta capacidad sujeto a una tasa que grave solo a sus usuarios, o ser financiado a través de los impuestos por todos los ciudadanos, circulen por ellas o no, igual que otros servicios públicos como la sanidad o la educación?

Hay razones para inclinarse, como plantea el modelo de peaje, por la primera de estas soluciones. Especialmente si se trata de cantidades modestas, comparadas por ejemplo con el gasto por carburante. El cobro por circular por las autovías no solo debe tener un objetivo recaudatorio, aunque este sea inevitablemente central, sino que ha de ser un elemento regulador e incluso disuasorio del uso del transporte privado por carretera con criterios ambientales, aplicando la lógica de que quien contamina paga. En este sentido, sería lógico que en la regulación que se adopte el vehículo eléctrico quede claramente beneficiado frente al que use combustibles fósiles. Igualmente, la opción del peaje frente a la financiación a través de impuestos también tiene un elemento de justicia distributiva. Aunque eso sería cierto siempre que también se tengan en cuenta a los trabajadores y autónomos con ingresos bajos para quienes el coste del desplazamiento obligado por motivos laborales ya supone una carga difícil de asumir. El ejemplo de lo sucedido en otros países europeos con la imposición de cargas a los combustibles obliga a recordar que se está pisando un terreno muy delicado.