La violencia se ha adueñado por enésima vez del conflicto palestino-israelí y nadie de momento da señales de estar en condiciones de detener la escalada. Al último episodio del agravio palestino, el desalojo de varias familias de Jerusalén oriental para entregar sus propiedades a colonos israelís, ha seguido la protesta contra tal atropello, la represión de rigor, la respuesta en forma de cohetes orquestada desde Gaza por Hamás y la Yihad Islámica, el bombardeo israelí de la franja –al menos 27 muertos, entre ellos nueve niños, y bastantes más de cien heridos– y, por último, la refriega nocturna en la Explanada de las Mezquitas. Todo ello en las postrimerías del Ramadán y con los gobiernos de Israel y Palestina en una situación especialmente erosionada.

Desde la última acción de castigo contra Gaza (más de mil muertos) hace siete años no se vivía una espiral de violencia con una capacidad de contagio tan grande. Mientras varios partidos israelís se encontraban enfrascados en cuadrar una coalición variopinta para descabalgar del poder a Binyamin Netanyahu y la Autoridad Palestina esperaba una señal de Estados Unidos para resucitar un proceso de paz poco menos que inviable, ha asomado una vez más la lógica harto conocida del principio de acción y reacción. Y en tal escenario se mueven como pez en el agua los partidarios en Israel del gran garrote y en el universo palestino, las facciones más radicales, tan decididas a presentar batalla a Israel como a neutralizar el posibilismo auspiciado por el Gobierno sin rumbo de Mahmud Abás.

La naturaleza de la movilización palestina, básicamente jóvenes defraudados por sus líderes políticos y frustrados por el convencimiento de que el suyo es un futuro sin objetivos, parece lejos del control y de las consignas gazatís, aunque Hamás aparente lo contrario. La respuesta israelí es la de un Gobierno en retirada que se sabe con los días contados y se siente liberado para optar por la línea dura sin necesidad de sopesar las consecuencias que pueda tener. A lo que debe añadirse que ambos bandos se han instalado en la presunción de que una tercera Intifada no es posible por la debilidad extrema de la comunidad palestina a causa de su división manifiesta y por los estragos de la pandemia (el Gobierno israelí se ha desentendido de la vacunación en los territorios ocupados).

En última instancia, los generales israelís dan por descontada la impunidad de sus acciones devastadoras mientras Estados Unidos mantenga firme su apoyo en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y la Liga Árabe se limite a nadar y guardar la ropa, deseosa de normalizar los intercambios económicos con Israel y de reducir su vinculación con la causa palestina a la vacuidad de las declaraciones condenatorias. Y aun así, persiste la sensación de que cabe el agravamiento de una situación incendiaria tan semejante a otras que la han precedido.