El 15 de febrero de 1898, sobre las nueve de la noche, hubo una explosión en el acorazado Maine, en la bahía de La Habana (Cuba), con el resultado de 261 muertos. Llevaba 20 días allí por decisión de las autoridades estadounidenses que, ante el creciente clima de hostilidad que se vivía en la isla, lo enviaron allí para proteger los intereses y a las personas de esa nacionalidad. Las especulaciones sobre los motivos de lo ocurrido comenzaron de inmediato variando entre quienes afirmaron que se trató de un accidente y los que afirmaron que había sido un acto de sabotaje ejecutado por españoles. Se llegó a afirmar que la bahía estaba minada y que estos artefactos, que explosionan por contacto, eran los causantes de las muertes. El día había sido muy tranquilo y no había el oleaje mínimo que exigen este tipo de ingenios de guerra.

Desde cierta prensa norteamericana, a la que hoy calificamos de amarilla, especialmente los medios del magnate William Randolph Hearts (maravillosamente retratado por Orson Welles en la película Ciudadano Kane) se lanzó una campaña furibunda contra España pidiendo abiertamente la guerra. De nada sirvió que los argumentos del atentado fuesen muy endebles. Querían la guerra y no pararon hasta conseguirla, utilizando las mentiras como argumento. El presidente William Mckinley la declaró el 25 de abril.

Muchos años después el almirante de la Armada de los EEUU, Hyman Rickover, hizo un profundo estudio de lo ocurrido aquel día y llegó a la conclusión, incontestable, de que se trató de un accidente. Citó más explosiones similares en otros acorazados y demostró que una mala construcción, colocando la sala de calderas junto a los depósitos de armamento, fue la causante del desastre. Finalizaba su informe solicitando que el gobierno norteamericano pidiese perdón a España. La verdad muchos años después de la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico en una guerra apoyada en la mentira.

El Tratado de Versalles se firmó en esa ciudad francesa el 28 de junio de 1919, poniendo el fin jurídico a la Gran Guerra, la que hoy conocemos como Primera Guerra Mundial. Las condiciones que se impusieron a los derrotados, Alemania especialmente, fueron durísimas y el empobrecimiento de este país fue imparable en los años posteriores. En 1933 Adolf Hitler fue nombrado canciller como líder del partido nazi. Un genio de la propaganda, Joseph Goebbels, consiguió que una mentira mil veces repetida se convirtiera en verdad. Ni los gitanos, ni los comunistas, ni los negros, ni los judíos tuvieron la culpa de la derrota alemana en aquella guerra y no fueron ellos los que impusieron las condiciones del pacto. Mentiras, muchas mentiras, llevaron a Alemania a su Tercer Reich y al mundo a la Segunda Guerra Mundial.

El 20 de marzo de 2003 una coalición de varios países liderados por los EEUU invadió Irak. La orden la dio Georges W. Bush, el presidente norteamericano, apoyado en la afirmación de que en ese país había armas de destrucción masiva. Unas burdas pruebas manipulando imágenes fueron ofrecidas al mundo justificando aquella criminal acción. Los dirigentes de los países que apoyaron la invasión, entre nosotros José María Aznar, sabían que era mentira, pero les dio igual. Con el tiempo se ha llegado a demostrar que no había ninguna arma de destrucción masiva pero el daño ya estaba hecho. Una vez más la mentira llevó a la guerra.

Estos tres hechos históricos que acabo de citar son prueba más que suficiente para demostrar que la mentira ha sido utilizada en política con resultados terribles siempre que lo han considerado necesario.

En nuestros días la mentira en política se ha convertido en norma. Sin que sepamos las consecuencias de su utilización, para ello se tarda tiempo, ciertos líderes no tienen problema alguno en utilizar la mentira como arma. El ejemplo de Trump es el más evidente y la cantidad y gravedad de las que ha utilizado están en las hemerotecas.

A algún lector de estas líneas le parecerá exagerado en el contexto de lo que estoy escribiendo que cite ahora a Isabel Díaz Ayuso. No pretendo decir que esta señora nos vaya a llevar a desastres del tamaño de los que he citado, pero sí que digo que la utilización de la mentira por esta política es una práctica consciente. Afirmaciones como «la gestión de las residencias es competencia del vicepresidente Iglesias» o «no vacunamos más porque Pedro Sánchez no nos da vacunas» son de una extraordinaria gravedad. Miente y miente. Y eso es intolerable. La decencia es incompatible con la mentira.