La ley de cambio climático y transición energética, la primera de estas características que se implanta en España, ha sido aprobada finalmente por el Congreso y representa un avance muy considerable para cumplir con el objetivo de la descarbonización plena del país en 2050. La legislación responde al reto planteado en el Acuerdo del Clima de París de 2015, ratificado por España, y que prevé la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero para que la temperatura media del planeta no supere, a finales de siglo, los 2º de aumento en relación a los niveles preindustriales. La perspectiva marcada por la Unión Europea plantea el límite en los 1,5º, para lo cual será necesario un esfuerzo ingente que sitúe la reducción inicial en un 55% para el 2030. La ley, por ahora, prevé que este porcentaje sea del 23% de la emisión en relación a 1990, pero la misma norma establece una revisión al alza dentro de dos años.

Más allá de las cifras, lo más destacado del texto aprobado se resume en tres factores: su afán integral, es decir, la ambición de afrontar la lucha contra el cambio climático con una apuesta decidida por una economía más verde; la relación que se establece entre los objetivos ambientales y la recuperación económica como un binomio indisoluble, y la consideración de la ley como el establecimiento de unos parámetros urgentes, «con la convicción que esto hay que acelerarlo», como ha dicho la ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera. La ley marca unos mínimos y también la necesidad imperiosa de superarlos para estar acorde con los objetivos del Acuerdo de París.

En la nueva legislación sobresale el fin de la comercialización de los vehículos de combustión de gasolina y diésel y la reducción paulatina de sus emisiones para que sea cero en 2040, con el plazo de 10 años más para que no circule ni uno de estas características. Tendrá que incrementarse notablemente, en este sentido, la implantación de los coches eléctricos y de los puntos de recarga para asegurar su viabilidad futura. Asimismo, la prohibición de explotaciones de hidrocarburos y el uso de la técnica del fracking, la reducción de la contaminación atmosférica provocada por el uso de combustibles fósiles con la creación de zonas de bajas emisiones en ciudades de más de 50.000 habitantes, y el impulso a la rehabilitación energética de los edificios o el compromiso para con la movilidad sostenible. El objetivo de que tres cuartas partes de la electricidad generada provenga, en 10 años, de unas energías renovables que serán del 100% en 2050, es, seguramente, una de las metas más ambiciosas. La ley habla también de sensibilidad medioambiental en los centros educativos y de una dieta sostenible con alimentos que no acrecienten la huella de CO2. Aun a pesar de que algunas organizaciones ecologistas consideran que la ley tiene lagunas y, en algunos casos poca concreción, lo cierto es que se trata de un paso al frente necesario e ineludible, un marco global que será una herramienta útil siempre que su desarrollo responda a las expectativas que ha creado.