Hogar, dulce hogar; querido hogar. Cuna para toda una vida, del que unos pocos quieren escapar a toda costa y otros, la mayoría, ansían permanecer por el resto de sus días. Todo depende de cómo nos va la vida, claro; pero, sin duda, ese maldito-insufrible-omnipresente-coronavirus ha cambiado el orden de las cosas. O, más bien, las ha puesto en su sitio. Porque durante el pasado confinamiento domiciliario, era común el suspiro por abrir la puerta de casa y respirar en libertad un poco del contaminado aire ciudadano. Cualquier excusa valía, desde pasear al chucho, a los más artificiosos pretextos, inspirados por nuestra prodigiosa creatividad latina. Sin embargo, a todo lo largo y ancho de aquellas duras semanas, esos reducidos metros cuadrados de nuestra vivienda se alzaron como un refugio seguro, a prueba de los indeseables contagios que pululaban por el exterior.

Para nuestros mayores, el hogar, su hogar, es el último cobijo, el marco que debiera acoger todo lo que aún les quede de vida. Si nunca pareció acogedora la idea de una residencia a la que acudir como último recurso y con suprema resignación, por no resultar una carga para los hijos, los pasados acontecimientos han teñido esa alternativa de un tenebroso tono oscuro. Aunque, de verdad, la ambición de un anciano es, y lo ha sido siempre, finalizar su vida en paz, rodeado de todo lo que le es familiar. Su calle, sus tiendas, su parque, su comunidad; y, sobre todo, esas cuatro paredes en las que se resume toda una existencia.

Mientras se habla tanto (en realidad, más bien se hablaba) de cambiar el modelo de las residencias, sería preferible pensar un poco más en la posibilidad de prolongar todo cuanto sea factible la permanencia de los mayores en su hogar «de toda la vida». No parece algo muy complicado, ni que debiera absorber recursos desmedidos.