Finalmente, Esquerra y Junts dieron ayer el paso que podían haber dado hace tres meses, justo después de las elecciones del 14-F. Es un paso que reedita el pacto de la anterior legislatura, que acabó pasto de las suspicacias y los recelos entre las formaciones que ahora repiten acuerdo. Nadie tiene grandes expectativas en lo que pueda dar. Si se sigue dejando de lado la gestión de lo que sus progenitores denominan la «autonomía», con un cierto desprecio, y se sigue buscando únicamente la manera de desestabilizar las relaciones con el resto de España, entonces será difícil que se disipe este escepticismo inicial. A los catalanes les interesa salir de la pandemia y de la crisis económica y social en la que están sumergidos. El primer reto del nuevo Ejecutivo no debería ser otro que devolver a la Generalitat el prestigio institucional que ha perdido durante la presidencia de Quim Torra. Sin ello, nada de lo que se propongan desbordará el perímetro del mundo independentista, con el que es imprescindible contar para dibujar el futuro, pero sin menospreciar a los que piensan diferente. Los antecedentes de este Gobierno que ahora se propone poner en marcha, y que es perfectamente legítimo, no son nada halagüeños. ¿Qué podría hacer que las cosas esta vez sean diferentes? Solo hay una variable nueva, el liderazgo de Esquerra y, más concretamente, de Pere Aragonès. A diferencia de Torra, no estamos ante un presidente que actúe como vicario de Carles Puigdemont. Y, si el acuerdo firmado ayer se cumple y Esquerra mantiene que en los próximos dos años hay que apostar por el diálogo y no por la unilateralidad, entonces Aragonès tendrá la oportunidad de demostrar que las cosas se pueden hacer de manera diferente, tanto en términos de relación con el Estado como de relación con los catalanes no independentistas. El Gobierno de Pedro Sánchez sigue donde estaba, dispuesto a hablar de todo dentro del marco legal vigente. El nuevo Govern tiene que tener claro que todo lo que es muy difícil con Sánchez es directamente imposible con cualquier otro inquilino de la Moncloa. Esa es la carta que Aragonès debe saber jugar. Y Sánchez, también.