La crisis migratoria en Ceuta y en menor medida en Melilla excede con mucho los límites de un disenso entre vecinos, implica a la Unión Europea, cuya frontera sur es la que separa ambas ciudades de Marruecos, y violenta el respeto debido a la soberanía y a la integridad territorial consagrada por el derecho internacional. Sea el motivo de disgusto de Rabat la hospitalización en Logroño de Brahim Gali, secretario general del Frente Polisario, aquejado de covid-19, o cualquier otra circunstancia que Mohamed VI y su Gobierno consideren agraviante o dañina para sus intereses, resulta injustificable la llegada de miles de personas a la playa del Tarajal sin que la Gendarmería marroquí haya hecho nada para evitarlo. No puede entenderse más que como un desafío a las normas de buena vecindad y cooperación invocadas por el presidente del Gobierno y el ministro del Interior.

Los datos son elocuentes y no admiten discusión: en 24 horas han llegado a territorio ceutí unas 7.000 personas –no menos de 1.500, menores de edad–, alentadas por la permisividad marroquí y por la pobreza extrema de una región abandonada a su suerte, con índices de paro juvenil literalmente inasumibles. Puede decirse que el comportamiento de Marruecos ha consistido en usar políticamente la pobreza, algo justificado por su embajadora en Madrid con una frase por demás inquietante: «Hay actos que tienen consecuencias», meridiana alusión al caso Gali. La situación es de una gravedad insólita, superior incluso a la del episodio de Perejil. Las imágenes servidas por todas las televisiones, con los inmigrantes que llegan a nado hasta la playa y un dispositivo de seguridad y acogida sin precedentes –incluido el Ejército– son suficientemente elocuentes para que salten todas las alarmas. Lo que significa, en la práctica, que la firmeza prometida por Pedro Sánchez «ante cualquier desafío» debe ser compatible con un rápido restablecimiento de la normalidad. De ahí, quizá, la diferencia en el tono entre la reacción española, apelando a la cooperación entre vecinos sin zaherir a las autoridades de Rabat, y los reproches a Marruecos de diferentes responsables europeos. Porque aunque la frontera es europea y la política migratoria también, la erosión del clima de confianza y la gestión de la crisis afecta en primera instancia a España.

De todo ello se desprende que conviene por una vez que prevalezca el sentido de Estado y se evite la explotación partidista del momento, incluso si alguien cree que hay motivos para entender que el Gobierno podría haber anticipado la crisis o haber reaccionado con más prontitud. Carece de sentido aprovechar la encrucijada para desgastar la coalición PSOE-Podemos mientras no se dé solución a tres problemas primordiales. Cortar un flujo migratorio inasumible y estimulado desde Marruecos sin poner en peligro vidas, devolver la tranquilidad a los ciudadanos de Ceuta y de Melilla y establecer una política migratoria europea a largo plazo más allá del control de fronteras. Y para ello urge que la Unión Europea recorra el trecho de las palabras a los hechos y movilice los recursos del dispositivo Frontex, tan a menudo insuficientes. Cuanto más se prolongue la situación imposible de la playa del Tarajal más arduo será darle a la crisis una salida acorde con el derecho internacional y con la salvaguarda de los derechos humanos.