Se cumplen veintiún años sin Rafael Pérez Estrada y en Málaga descubren una placa en su recuerdo. Lamento no poder acercarme y me responden que no sufra, que el ayuntamiento anda desaforado colocando rótulos en cada esquina. Eso me genera tremenda envidia porque en Aragón, como dice mi admirado José Luis Melero, somos excesivamente mirados para colocar una cerámica que indique que en tal casa vivió Francisco de Goya, o nació Fernando Ferreró, que Idelfonso Manuel Gil fue brevemente feliz, o Benjamín Jarnés inició una novela. Pero este es un tema al que dedicaré una columna.

Más que envidia, siento nostalgia de Málaga. La ciudad del paraíso es un referente en atraer turismo cultural. Tanto, que el Ayuntamiento de Zaragoza aspira a reproducir su éxito. También prometo contar los pormenores de cómo esta ciudad consiguió recuperar a Pablo Picasso y obtener el favor de Tita Thyssen. Pero ni Picasso es Goya ni llegan cruceros a este puerto.

A lo que iba, que Málaga ya dedicó a Pérez-Estrada un monumento y una calle con árbol-poema y vistas al mar. La placa de hoy quiere dejar constancia de que Bilmore, además de un restaurante, es un territorio soñado por quienes acudíamos los miércoles, poetas, pintores o aspirantes a lo que fuera. Un lugar en el que el árbol de la puerta se convertía en baobab solo porque Rafael lo decía, al que Pablo García Baena accedía bajo palio tropical, Félix Bayón derrumbaba techumbres con su risa y Antonio Soler imaginaba una república pirata. Un espacio donde me colé como polizón de la mano de mi amigo-suegro José Ignacio Berjillos.

Con los años, aprendemos a aceptar las pérdidas y descubrimos que el tiempo no cura. Hay personas que, por haberse marchado cuando no tocaba, o porque hacían de este mundo un lugar prodigioso, nunca admitimos su ausencia. Me ocurrió con Rafael, veintiún años ya, y con Félix Romeo, casi una década. Me resisto, me niego a asumir que no formen parte de esta vida.

Una placa en calle Cervantes será una curiosidad para muchos. Para algunos, supondrá descubrir una puerta al mundo al que acceden los poetas. Cuando Rafael supo que se iba para siempre, me sugirió espantar la nostalgia sirviendo dos copas de Martini para brindar con él. Y en eso estoy ahora mismo. H