El discurso de la escritora Ana Iris Simón pronunciado ante Pedro Sánchez apelando a toda una generación que se ha hecho adulta en la más absoluta precariedad se ha hecho viral reclamando las posibilidades que en el pasado tuvieron sus padres y que parecen vedadas a esa generación, como formar una familia, tener un trabajo estable o poder contratar una hipoteca.

Esta «nostalgia restauradora» en palabras de la profesora Svetlana Boym o la vuelta al pasado como un camino de reparación de los errores cometidos allanando el retorno a nuevas oportunidades se ha convertido en un amarre en tiempos de crisis. De algún modo, se espera encontrar en ese terreno imaginario sustentado en recuerdos, los medios y las oportunidades que el presente y el futuro posible nos niegan. Probablemente porque casi podría ser madre de la escritora, pero no envidio la vida de mis padres y menos la de mis abuelos. Nuestra generación también creció entre crisis económicas y de modelo internacional, desde nuestro nacimiento con la crisis del petróleo en 1973, el colapso del sistema monetario internacional de Bretton Woods en 1979 y los comienzos de la Transición mientras íbamos a EGB, la crisis de devaluación de la peseta en 1992-1993 cuando acabábamos la universidad. Menos de una década de estabilidad cuando estalló la burbuja de las empresas puntocom e hizo que algunos analistas sostuvieran que la nueva economía nunca existió. Los ajustes para la entrada en el euro en 2002, y a partir de aquí nuestras crisis ya son comunes, la del crack financiero de 2007 que enfrentó España por primera vez como una economía realmente abierta al exterior y un sistema financiero liberalizado y homologable a los de otras naciones desarrolladas y en la que nos encontramos ahora. No trato de comparar las trayectorias vitales de ambas generaciones, ni de ninguna otra, solo que la historia colectiva está llena de momentos de depresión y de cambio de ciclo económico y su salida nunca se hizo con patrones del pasado, aunque allí se encuentren los recuerdos reconfortantes o lo que en nosotros hay del imaginario común, no hay nada más allá.

Como recuerda Zygmunt Bauman, el futuro es, en principio al menos, moldeable, pero el pasado es sólido, macizo e inapelablemente fijo, y es más fácil apoyarnos en él. En un momento de flagrante desigualdad, en la que el otro es una amenaza para algunos, el objetivo ya no es conseguir una sociedad mejor porque mejorarla es una esperanza vacía, sino mejorar la propia posición individual dentro de esa sociedad que tampoco nos ha aportado y que vemos imposible de transformar.