Qué obsesión tienen algunos en este país con los símbolos. Con los que nos unen a todos, solo a unos o solo a otros. Especialmente con los himnos, los retratos y las banderas. Las telas, sean con las combinaciones de color que sean, son eso, telas. Pero colocadas en un mástil representan. Y para unos esa tela es un orgullo, para otros es una opresión y para los más es indiferente.

España y los símbolos

La primera vez que viajé a Estados Unidos --hace ya varias décadas-- me quedé muy sorprendida por la ostentación que hacían de las barras y estrellas. No solo ondeaba en los sitios oficiales, como en todos los países, sino que la mayoría de los hogares la tienen clavada en el jardín, en las ventanas o pintada en el tejado de la casa o de la granja. Por supuesto, no era extraño verla estampada en unos pantalones, un vestido o una sudadera. Intenté trasladarme esa afición por lucirla en España y, realmente, no solo no me veía con una falda rojigualda ni con un pantalón rojo y una camisa amarilla es que ni siquiera con una gorra visera en una fiesta de carnaval.

Años después, en otro viaje por los países nórdicos se reprodujo el fenómeno. Los daneses, los noruegos o los suecos también son amantes de su bandera y la mayoría de las viviendas la lucen con orgullo, pero sin querer transmitir un mensaje de aquí vive un noruego o noruega de pro, de orden. No, no me transmitieron ese sentimiento.

En Francia, por echar mano de uno los vecinos más próximos, no son tan ostentosos como los estadounidenses porque la defensa de los símbolos y los valores de la República, los tienen más interiorizados y sin embargo, la bandera tricolor y la Marsellesa ---un himno con una letra un tanto sanguinolenta, por cierto-- se declararon obligatorias en los colegios tanto públicos como concertados, así como en los institutos, en 2019.

En Murcia esta semana, Vox logró que las aulas de la región recuperen la fotografía del Rey y quede a merced de la dirección de los centros que suene el himno nacional en los actos importantes, con el fin de «poner en valor» los elementos «que dan unidad y coherencia a todos los españoles».

La que suscribe, aun no habiendo convivido con los dinosaurios, tuvo que izar y arriar la bandera en su primer año en un colegio público, «colegio nacional», al ritmo del Viva España/ alzad los brazos hijos /del pueblo español... y adquirió muchos conocimientos en aulas en las que había un retrato del señor que salía en las pesetas y, después de muerto, también con su último pensamiento político en la pared. Y sin embargo, ni crecí en el amor acérrimo al señor de las pesetas, ni a la bandera con el águila, ni a la constitucional, ni al himno con letra ni después al del nana/nana. Tampoco he quemado una foto del Rey, más allá de la que saliera en un periódico con el que encender una barbacoa, ni he pitado el himno en ningún acto.

Lo que tendrían que hacer estos defensores a ultranza de los símbolos es dejar de apropiarse de ellos y no usarlos como arma arrojadiza contra los que piensan diferente. Porque, al final, pasa como en la canción, se nos rompen de tanto usarlos (mal)...