Al final de la jornada, Olga, la cocinera del colegio donde trabajo, suele subirme un café. Siempre estamos cansadas, así que no somos ocurrentes. Somos dos señoras hablando de la mañana y de lo que espera en casa, de los hijos, de las coladas por hacer, de lo mayores que nos sentimos. Olga no necesita tomar un café a esas horas, yo tampoco –ni siquiera he comido– pero ese pequeño guiño de complicidad y atención me reconforta del mundo y sus cosas. Me emociona ver en ese gesto la mano cuidadora que mece la cuna desde la noche de los tiempos. Hay mujeres que cuidan niños, perros, gatos, suelos, ancianos, armarios, despensas y compañeras de trabajo porque es su manera de estar en el mundo y de hacerlo rodar.       

Hace años vi una película de precioso título: La noche y el momento. El comienzo de esta película me pareció de una belleza, aunque feroz, poco habitual. Se trata de un breve pensamiento pronunciado por una voz masculina: «Siempre estamos seguros de que el día acabará, pero nuestra certeza es menor respecto a si acabará la noche y el sol volverá a aparecer. En algunos países cada noche arrancan corazones de mujer para ayudar a que amanezca. Por lo visto, es eficaz. O al menos lo será mientras las mujeres tengan corazón».

Quizá no tener corazón nos haría mucho menos vulnerables y nos salvaría del peligro de que nos lo arrancasen en rituales antiguos o modernos de dudoso pensamiento mágico, pero con ello se acabaría también esa eficacia sin pretensiones para cuidar a los demás que algunas mujeres como ella aún poseen.

Le debía un agradecimiento y aún le debo un whisky. Estamos hartas de cafés. Mejor 'Uisce beatha', Olga, agua de vida, curiosamente usada también como anestesia por el gremio de cirujanos y barberos (eran el mismo gremio, fíjate). Siempre en pequeñas dosis, que tiene muchísimo peligro. ¡Salud!