Con motivo de la posible concesión del indulto a los líderes del independentismo condenados, vuelvo a oír palabras que creía que nunca tendría que volver a escuchar: amnistía, autodeterminación, que para mí suenan a los ochenta en el País Vasco, donde vivía por entonces. En la época de lo políticamente correcto, ahora debería añadir que no quiero comparar la actividad etarra con el independentismo, puesto que unos usaron los asesinatos como arma política y los otros (los catalanes) no se han manchado las manos de sangre. Pues ya está dicho. Pero por lo demás, el acoso al que piensa diferente, el convertir partes del territorio en guetos para los que no comulgan con sus ideas, se parecen mucho a las tácticas que se aplicaron en el País Vasco hasta hace cuatro días. Me cansa oír que ellos siempre han optado por la paz, cuando a base de abusos (desde medios de comunicación afines, desde las instituciones propias, desde el señalamiento en los pueblos) han conseguido escalar de un 14% de apoyo al independentismo al elevado porcentaje actual (véanse los resultados electorales). Y eso me lleva a otra reflexión que ahora les cuento: la de no poder hablar en este país, en determinados territorios, de determinados temas en voz alta mientras te tomas algo en una terracita. Sigue pasando en Euskadi; pasa en Cataluña, dependiendo de lo que hables e incluso de en qué idioma hables; pero lo triste es que me pasó este fin de semana en Madrid, charlando en un restaurante del Barrio de Salamanca sobre Podemos y Vox. Cuando mi interlocutor, exaltado, expresaba sus puntos de vista, me descubrí mirando alrededor y diciéndole que bajara la voz. Yo, autocensurándome. Pero qué bajo he caído.