El paso del tiempo nos saluda y lo hace con una arruga aquí, un kilo de más allá, un mal día tras la ventana que no vamos a abrir y una tormenta de recuerdos que no sabemos si queremos o no recordar. A veces, ahora normalmente es a través de Whatsapp, nos llega una foto de un tiempo pretérito en el que cinco jóvenes posan entre ridículos y hermosos con un pellizco de abrazos que el tiempo ha borrado, como en aquella canción de Aute donde todo era candor y cierta desilusión y al final solo quedaba la música. Dicen que el escritor finge y miente en todo lo que escribe y puede que no sea así, puede que el escritor solo sea capaz de sentir con el recuerdo y la imaginación y eso poco tiene que ver con el corazón, que en el caso de los escritores ha cerrado todas sus puertas para así vagar eternamente entre los recuerdos que no lo son y sin embargo tienen toda la autenticidad al serlo en nuestra imaginación, que es selectiva, adictiva y burlona

Reviso la fotografía, esa que me acaba de llegar y que me devuelve a un piso de la calle Conde Aranda de Zaragoza en un tiempo en que Zaragoza era el asfalto bajo nuestros zapatos, sesiones de cine a media tarde, tertulias interminables y un coche de madrugada donde sonaban nuestras canciones y que se deslizaba entre ebrio y olvidado dispuesto a cumplir todos nuestros sueños, que acababan convirtiéndose en hielos devorados en el tránsito de un whisky y que en el amanecer blanco se hacían pesadilla.

Pero la foto es hermosa, porque tiene un poco de todo: tiene nostalgia en el rostro del que decidió dejarnos antes de tiempo, duda en la mirada del joven escritor que madura y se consuela en su hallazgo de cordura, tiene timidez y vanidad y tiene amor y un instante de victoria que se revela en la misma instantánea que solo es eso: una instantánea donde no hay pasado ni futuro, solo el presente de un tiempo que era nuestro y del que apenas ya nos acordamos.

El tiempo, maldita sea, es como un cactus que pincha y se va haciendo más y más inaccesible, y dejamos que así sea y que nos pinche y que nos haga daño y le damos alas para que sea el dueño de todas nuestras dolencias, hasta de esas que sin provocarnos dolor en el alma son las más dolorosas por seguir vivas en el recuerdo que es el rey de todos los recuerdos, porque en ese recuerdo se detuvieron todos los tiempos, todos los vendavales y todos los aleteos de aquellos jóvenes que no eran ni adolescente ni maduros, que leían a Bukowsky, escuchaban a Radio Futura y exprimían la vida con toda la furia de lo que sin existir, existe y lo hace para devorarnos plácida y tiernamente con el paso del tiempo, que de fugaz se nos hizo invisible y es un asesino.