Recién llegada a casa a la hora de la comida. Con más hambre que un perro callejero. Suena el teléfono. Primero el silencio. Después un clic y una voz melodiosa: «¿Es usted la titular de la línea?». Sí, respondo con prevención. «Soy fulanita de tal, de la compañía cual y quiero hacerle una oferta…» Disculpe no me interesa, le indico con una amabilidad incompatible con el genio que despliego cuando necesito comer y tengo poco tiempo. «Pero cómo no le va a interesar la oferta que le voy a hacer, con el teléfono fijo, el móvil, internet, las series de la plataforma X y todos los deportes…». No me interesa, perdone pero le voy a colgar. La voz melodiosa sube el volumen y cambia el tono: «No entiendo cómo puede usted querer pagar más y no atender mi oferta…» Cuelgo sin avisar y maldigo mi imbecilidad por haber querido ser amable y no haber mandado a la voz melodiosa a recoger pepinos bajo un tórrido sol.

Acoso y derribo

Me dispongo a tomar un café. Vuelve a sonar el teléfono fijo. «Hola, buenas tardes. Es usted ….». Si dígame. «Le llamo de la compañía eléctrica tal. Hemos pensado que le puede interesar nuestra oferta que le ahorrará tantos euros al mes en el recibo de la luz…». No se moleste, estoy contenta con mi compañía y no quiero cambiar. «Pero, usted sabe lo que se puede incrementar su recibo con las nuevas tarifas …» Sí lo sé. No me interesa y, además, le ruego que se olvide de este número… Cuelgo.

Voy a trabajar. Lo normal es que en una redacción suenen los teléfonos, aunque cada vez menos, todo hay que decirlo. Se oye a un compañero: «No me moleste, por favor. Estoy trabajando y no le puedo atender». Suena otro. «No, esto es una empresa. No moleste por favor». ¡Suena el mío! «Buenas tardes, le llamo de…». Está llamando a la competencia, le digo. ¡Zasca! Pero siguen abrasando a todos y cada uno los números que quedan en la oficina.

Si esta realidad fuera puntual sería soportable, pero se repite machaconamente a diario y a la misma hora, cuando no varias veces al día y a horas intempestivas. He llegado a dejar descolgado el teléfono, a convertirme en vendedora de lavadoras y de seguros para demostrar que yo también puedo abrasar al que me llama, pero son incombustibles. Odio los call center y miles de veces deseo que desaparezcan como las gotas de agua en la arena del desierto. Pero luego pienso que la culpa no es del que llama, que bastante hará con recoger cada día sacos y sacos de improperios por un sueldo ridículo, sino de los sinvergüenzas que venden nuestros datos al mejor postor con total impunidad y de este marketing agresivo que dudo yo que tuvieran valor de desplegar en un puerta a puerta.

Este hostigamiento permanente de empresas de telefonía, eléctricas, seguros sanitarios o bancos debería tener respuesta de un juez, igual que la tiene el acosador sexual o el atracador. Porque ahora también se ha puesto de moda hacer las llamadas para que computen y colgar cuando descuelgas el teléfono, lo que genera inquietud y miedo cuando las víctimas son personas mayores y además viven solas.