Este lunes entran en vigor los nuevos requisitos para los turistas extranjeros en España que, en resumen, suponen una relajación de las medidas vigentes hasta ahora. Podrán entrar en el país quienes hayan recibido la pauta completa con una vacuna aprobada por la Agencia Europea del Medicamento o la Organización Mundial de la Salud al menos 14 días antes. A las puertas del verano, era lo que el sector turístico y hostelero reclamaba. España basa una parte importante de su economía en el turismo y confía en la llegada de viajeros internacionales para su recuperación. Esta actitud de mayor apertura en un país eminentemente receptivo de turistas contrasta con la de otros como el Reino Unido, que ha elaborado una clasificación de países por colores (verde, ámbar y rojo), en función de la tasa de incidencia de la enfermedad, para indicar a sus compatriotas adónde viajar. En la última actualización, España se quedó en la lista ámbar, que aunque no representa una prohibición total, impone suficientes condiciones (una cuarentena de 10 días a la vuelta y tres PCR, una antes y dos después del viaje) como para desincentivar a cualquier ciudadano del Reino Unido de visitar las playas españolas. Tampoco las de Grecia, Italia ni Portugal, otros de los destinos favoritos de los británicos. En el caso de Portugal, que hasta el pasado jueves estaba en la lista verde, pasar a ámbar ha desencadenado una ola de cancelaciones que ha desestabilizado las previsiones. Un mazazo al inicio de la temporada estival por parte de uno de los mercados emisores más potentes de turistas.

España, como es lógico, ha lamentado la decisión del Gobierno de Boris Johnson y ha solicitado que utilice los datos de incidencia territorializados, y no de conjunto de país. Es una petición razonable, porque autonomías como la Comunidad Valenciana, con una situación epidemiológica buena, están viéndose penalizadas porque los malos resultados en otros territorios rebajan la media estatal. No parece que el Reino Unido esté dispuesto a atender esta demanda. De hecho, el preocupante avance de la variante del delta (que comenzó en la India) está cuestionando la desescalada en el país. Por otra parte, la seguridad de que este verano millones de británicos se quedarán dentro de sus fronteras es una garantía de gasto interior que Londres no tendrá ninguna prisa en abandonar.

En las decisiones de los gobiernos de todo el mundo sobre la pandemia, los factores políticos y económicos pesan tanto como los científicos, si no más. Intentar encontrar el punto de equilibrio entre los intereses en juego no ha sido siempre fácil ni acertado. En el tablero internacional, esto cobra además una dimensión estratégica. Lo vemos, por ejemplo, con el reparto de vacunas entre países, donde la diplomacia ejerce un importante papel. En momentos de dificultad, además, las tentaciones proteccionistas tienden a dominar la política económica. Y no es descabellado pensar que este proteccionismo afecte también al turismo. Si los países, en un ejercicio de egoísmo, se cierran más allá de lo que justifiquen las razones sanitarias, a la larga pueden acabar perjudicando su propia economía, porque los flujos están interconectados. Que se lo pregunten si no a los turoperadores británicos.

Por otra parte, España también tiene que hacer sus deberes para que nadie ponga en duda su carácter de destino seguro. Agilizar la vacunación y no permitir que se baje la guardia en el cumplimiento de las medidas sanitarias. Un empeoramiento de los contagios, además de ser un paso atrás, daría una nefasta imagen, difícil de recuperar.