Había pasado la pandemia indemne, sin romperme ni mancharme, sin muertos cercanos. Con salud, con trabajo, con amor. Pensaba que me iba a ir de rositas, que lo más cerca que me iba a tocar la tragedia iba a ser en el consuelo a amigos queridos que habían perdido a alguien. Y en una semana se han ido, muy seguidas, dos personas a las que quería. Y ninguna de las dos de coronavirus. Las dos de una manera estúpida, sin dejar siquiera el consuelo global de que el maldito virus puede acabar con cualquiera. Repaso los últimos mensajes de Whatsapp que me intercambié con cada uno. En uno de ellos late todavía un emoticono que tiene forma de corazón, y que palpita. Es la respuesta a un mensaje mío anterior (visto ahora, en perspectiva, un mensaje banal para el dolor que pretendía enjuagar). Mirando el corazón palpitante, pienso que no voy a ir a ningún funeral más. Mi homenaje a su memoria va a ser conservar esos mensajes de Whatsapp, mirarlos de vez en cuándo para sentirlos vivos, repasar lo que nos dijimos, y cuándo nos lo dijimos. Esas citas para un café, esos «qué tal sigues, ¿aguantas?». Esos de antes de la pandemia, incluso uno diez días después de comenzar el confinamiento, en el que nos lamentábamos del aburrimiento, de los hijos, de tonterías. Repaso los mensajes de Navidad, los de cumpleaños. La lista es larga, como la amistad que teníamos. Miro los perfiles, en una la foto de mi amigo guapo, firme, mirando a cámara como si no le temiera a nada. En el otro perfil, una frase que le definía bien: Prohibido rendirse. Con lo que he abominado yo de las redes sociales, voy a pasar el duelo en el Whatsapp. Hasta que la familia, o quien sea, borre su rastro digital, y los pierda definitivamente.