El refrán en castellano es exactamente, ¿quién le pone el cascabel al gato?, y expresa la falta de voluntarios para tomar una determinación que, siendo provechosa para todos, nadie quiere afrontarla porque su puesta en práctica resulta muy arriesgada. Hace unos años, en la comunidad en la que vivía con mi familia había un vecino insolidario y necio que despreciaba todas las decisiones tomadas para el bien de la mayoría y atendía a un único criterio, que era el de su bienestar y sobre todo el de su particular forma de entender que el mundo, en este caso aquella pequeña comunidad, existía para complacer sus deseos y colmar sus expectativas. Recuerdo que si había filtraciones que no afectaban directamente a su vivienda, el hombre se ocupaba de demostrar que aquellas humedades no eran culpa de la estructura del edificio, sino un problema generado por el mal mantenimiento en el interior de la vivienda, debido a la dejadez de unos propietarios, en este caso un matrimonio de casi cien años, a los que tildaba de sinvergüenzas. Si la luz del techo se estropeaba en un rellano, nos acusaba a los más pequeños de jugar al escondite abriendo y apagando las luces hasta quemar los plomos. Si una carta que él aseguraba que tenía que haber recibido no llegaba, decía que el cartero era un vago que se dedicaba a beber en la tasca de enfrente.

Insultar y despreciar a los demás, culparles y demonizarles era su meta en la vida y aunque todos deseáramos que se marchara de la comunidad y nos dejara tranquilos, nadie se atrevía a mover un dedo, porque el tipo era un déspota violento al que le gustaba intimidar a los niños, chulear a los hombres y reírse abiertamente de las mujeres, de las que decía que eran unas cotillas y putas baratas, además de unas guarras. El tipo, la verdad, no tenía desperdicio y además de andar todo el día jodiendo y provocando miedo y de tener su rellano lleno de basura acumulada que no bajaba al portal «porque no me da la gana», gritaba, lo peor de todo es que su casa, patria entre las patrias más decadentes, era un altar donde reinaban himnos que saltaban desde sus ventanas, siempre abiertas, al resto de las casas, donde sus vecinos, nosotros, soportábamos fatigosamente esa forma tan tenaz de hacernos sentir miedo.

Un día el hombre apareció muerto, muerte natural, dijeron, y así acabaron nuestros problemas y la paz se instaló en aquella comunidad de gente buena, que fue incapaz de enfrentarse a aquel hombre que era la peor cicatriz de la raza humana. Pasaron los meses, quizá hasta pasaron un par de años, y el piso acabó vendiéndose y, como la herida que no se cierra y sigue supurando, el nuevo vecino era una réplica de aquel otro, pero este era más joven, más violento y todavía más cruel. Y así eternamente.