Los políticos constituyen el gremio menos corporativista que conozco. Ningún otro grupo es capaz de soportar, sin apenas protestas, tantos desprecios, humillaciones, insultos, burlas, difamaciones o, incluso, agresiones varias. Por supuesto, no existe asociación alguna que, como ocurre en otros colectivos, salga al paso para protegerlos de ataques globales y de campañas de desprestigio general. Pero es que ellos tampoco se defienden entre sí; más bien al contrario, se suman con alegría a esa cacería del político, sin entender que se están disparando a sí mismos. Sus palabras, sus actitudes y sus decisiones contribuyen a desacreditarse día tras día. De vez en cuando surge alguna tímida voz para recordarnos que «no todos los políticos somos iguales». Pero esa frase obedece más a una defensa personal que a un intento de lavar la imagen del colectivo.

Hace tiempo leí una rotunda información: en Aragón existen 5.000 políticos. La noticia estimaba, como quien avisa de una plaga, que tenemos 1 político cada 260 habitantes. Podían haber dicho 50.000, ya puestos a especular, o 1.300.000, porque aquí todos somos políticos, sobre todo los apolíticos. Se supone que la información aludía a los cargos con retribución salarial y daba a entender entonces que, además de los senadores y los diputados nacionales, autonómicos y provinciales, todos los alcaldes, miles de concejales, cientos de consejeros comarcales y otros cargos se llevan una pasta gansa. ¿Todos? Nada más lejos de la realidad, pero ningún político tiene ganas de meterse en líos para aclarar las cosas. O no les importa que metan más leña al fuego contra su oficio o es que han perdido el orgullo de ser lo que son. Y tampoco es eso.