Los exámenes de acceso a la universidad de la semana pasada han vuelto a ser polémicos porque había faltas de ortografía, porque eran muy fáciles, porque eran muy difíciles o porque creaban agravios comparativos entre comunidades autónomas. Algunas opiniones se han reunido incluso en una especie de plaza de Colón educativa: como el Estado de las autonomías es un desastre y hay quienes se aprovechan para beneficiar a su alumnado o para manipularlo, habría que centralizar y preparar pruebas únicas para garantizar la igualdad entre españoles.

Otra Evau es posible

Quizá podríamos aprovechar para debatir sobre cuestiones más de fondo, incluso sobre el sentido de la prueba en sí misma. Porque, aunque la ministra la defienda, no parece gustar ni al profesorado universitario que la prepara, ni al profesorado de Secundaria que muchas veces la corrige, ni mucho menos al estudiantado, que la considera clasista y excesivamente competitiva porque no hay suficientes plazas en la Universidad pública. Si consideramos que es necesario organizar algún tipo de prueba, deberíamos intentar ponernos de acuerdo en qué modelo preparar y bajo qué principios antes de criticar un contenido concreto. Actualmente los exámenes consisten en aplicar conocimientos aprendidos en cada materia de segundo de Bachillerato, que en muchas ocasiones pueden reproducirse de forma mecánica o memorística con la aplicación de fórmulas o la reproducción de apuntes. En este sentido, las clases consisten en terminar como sea el temario que pueda entrar en la prueba o incluso en preparar la prueba en sí misma. Cualquier otra actividad (un contenido no incluido en el examen, una actividad extraescolar…) es sospechosa de interrumpir el entrenamiento y de distraer al alumnado con asuntos «secundarios».

Hay otras formas de cerrar la etapa de Bachillerato para dar acceso a la universidad, que seguramente tampoco serán perfectas ni gustarán a todo el mundo, pero que podrían contribuir a reducir la tensión de las pruebas finales. Me refiero a intentar romper con las asignaturas y los contenidos concretos, reducir el número de exámenes y proponer ejercicios de madurez por ámbitos, como las ciencias sociales, las ingenierías, o el sector sanitario, por ejemplo. Debería valorarse si se comprende un texto, si se consigue elaborar una síntesis con varios de ellos, si se es capaz de sostener una argumentación o si se saben resolver problemas de distinta naturaleza. Así se conseguiría trabajar con autonomía en los centros, con menos nervios por llegar a acumular contenidos y no daría la impresión, a veces, de que se trabaja en una academia de preparación de exámenes de acceso. Por otro lado, el alumnado que haya accedido ya a cierto nivel de idioma y pueda acreditarlo, ¿por qué debe realizar otra prueba? Es lógico que puedan surgir críticas, como qué sucederá con los aspectos más controvertidos del siglo XX (histórico, literario, filosófico) en los centros ultracatólicos sin que haya una prueba externa concreta, qué deberá hacer el alumnado que dude entre varios itinerarios o qué peso tendrá en la nota final para acceder a la universidad, pero creo que merece la pena intentar una reforma en profundidad del sistema.

Una vez que se hayan consensuado unas líneas básicas, las comunidades autónomas, que tienen las competencias transferidas de acuerdo con nuestro ordenamiento constitucional, serían las encargadas de preparar estas pruebas. No sería muy constitucionalista defender lo contrario, aunque se haga desde la plaza de Colón.