No encajaba. Había algo que no encajaba en ese hombre. Cada mañana, a medio día, aparecía en mi atención entre la muchedumbre que abarrotaba la playa en el arranque del verano. No hacia fila, como los demás para ducharse, pasaba de largo, y dejaba sobre la arena su cargada mochila y los atillos de pañuelos de estampados africanos o hindúes de alegre colorido. En cuanto se quitaba la carga parecía otro hombre. Se debía sentir libre. No como un esclavo más de la venta ambulante. Entonces se metía en ese habitáculo para asearse, y al rato salía con su camisa blanca de manga larga totalmente mojada. Vestía pantalones largos oscuros y chanclas negras.

Completaba su indumentaria unas gafas de sol de espejo a la moda. En cuanto se hubo refrescado sacaba de un bolsillo del pantalón unas monedas, las contaba, y cruzaba tranquilo el paso de peatones hacia el supermercado más próximo. Allí quedaba, como abandonado, el material de trabajo al alcance de cualquier amigo de lo ajeno. Pero nadie miraba aquello, ni se acercaba siquiera. Algún niño curioso se paraba en el pasillo de tablas de madera que salvaba los pies de la arena ardiente y volvía la cabeza, pero seguía su camino tras su grupo familiar.

Cuando el hombre negro cruzaba el paso de cebra llamaba la atención su elegante forma de andar. Caminaba con una seguridad innata, en armonía con su cuerpo delgado y ligeramente musculado. Algo que se observaba al llevar la camisa todavía a pegada al cuerpo. Sus pasos eran elásticos y largos porque su altura se lo permitía. Sin duda era el hombre más atractivo de toda esa parroquia playera de veraneantes ociosos y felices.

Pasado un tiempo volvía a aparecer esa espléndida blancura de su camisa cruzando el paseo marítimo y se sentaba en uno de los bancos, frente a la playa, aliviados del sol vertical por una techumbre de enrejado de madera que proporcionaba una bendita y agradecida sombra. Desde el banco podía a vigilar sus pertenencias que continuaban intocables donde las depositó. La forma de sentarse en el banco tampoco encajaba con un vendedor ambulante. Extendía sus largos brazos sobre el respaldo del banco y cruzaba las piernas. Mientras, hedonista, echaba la cabeza hacia atrás en un gesto de completa satisfacción. De vez en cuando daba tragos espaciados a la lata de cerveza comprada en el super, se supone que muy fría, y la dejaba reposar en el banco a su lado.

El mulato seguro que pensaba que esta temporada se iba a ganar el jornal trabajando duro en la larga playa. Por fin la pandemia le dejaba un respiro. Esperaría a que llegara la hora de comer para que se vaciara la playa y entonces se permitiría darse un baño en ese mar ahora tranquilo y hermoso al que llegó jugándose la vida hace unos años.