La Unión Europea es depositaria de un acervo cultural y jurídico cuyo origen se remonta al empeño de dejar atrás el negro periodo de los fascismos y defender la autonomía de los ciudadanos, consagrada en el Tratado de Roma de 1957 . El desarrollo de la identidad política europea ha progresado simultáneamente a la toma de conciencia de la exigencia de preservar la igualdad entre géneros y el respeto estricto de la diversidad. Y en este marco general de referencia es singularmente relevante la defensa de los derechos del colectivo LGTBI. Las ampliaciones desde los seis estados fundacionales a los 27 actuales se han hecho con conocimiento sobrado y expreso de que las libertades son un asunto no negociable porque forman parte de la idea europea de democracia.

El primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, lo sabe y sabe también que han cumplido con una obligación democrática de naturaleza moral los 17 estados que le han llamado la atención por carta a causa de la ley aprobada en el Parlamento de Budapest, que prohíbe hablar de homosexualidad en las escuelas. Carece de valor el regate en corto de Orbán al presentarse como un defensor de los derechos de los homosexuales cuando gobernaban en Hungría los comunistas porque, incluso si eso es cierto, el pasado no amortiza el presente. Como se dice en la carta, la posición de Orbán es inaceptable y vulnera algunos de los pilares más sólidos de la cultura política europea.

Ni siquiera el apoyo que le prestan gobernantes tan poco apegados a respetar la libre opción de cada ciudadano, caso de los de Polonia y Eslovenia, ni el silencio vergonzoso de otros siete debe mover a engaño: el grueso de la opinión pública europea es mayoritariamente contraria al sectarismo homófobo del mandatario húngaro. Basta recordar la reacción en todo el continente contra la prohibición impuesta por la UEFA de que la bandera arcoíris iluminara el estadio de Múnich donde debía jugar la selección de Hungría para aquilatar hasta qué punto Orbán representa solo a una minoría retardataria y tóxica.

Aun así, la posibilidad de abrir a Hungría un expediente sancionador es muy remota. La regla de la unanimidad es, en este caso, poco menos que un seguro para que el comportamiento del Gobierno húngaro quede momentáneamente impune, aunque infringe el espíritu y la letra de los tratados y la abundante legislación y jurisprudencia en la materia. Es asimismo harto improbable que Orbán se acoja al artículo 50 del Tratado de la Unión e inicie los trámites para abandonar la Unión Europea, como le ha invitado a hacer el primer ministro de los Países Bajos, Mark Rutte, si tan incómodo se siente con las exigencias de Bruselas. Para la economía húngara nada es posible fuera de la UE, ni siquiera una asociación privilegiada con Rusia.

De todo lo cual se desprende que los europeos sentarán un malísimo precedente para la salud moral de la organización si a Viktor Orbán le sale gratis lo que no es otra cosa que una arremetida contra los derechos humanos.