El actual, universal y triste fenómeno de la pornografía no hace sino extenderse y crecer. Cualquier niño europeo o americano de doce años tiene hoy a su alcance una perturbadora oferta visual donde, invariablemente, la mujer, reducida a las características de un animal o cosa, se convierte en un mero objeto de placer al servicio del hombre.

Inconcebiblemente, ni las más radicales feministas ni partido político alguno han exigido la inmediata cancelación del degradante espectáculo de una pornografía audiovisual que, a golpe de clic, pervierte la educación infantil y adolescente hacia extremos antinaturales y tan próximos a la violencia como cualquier otro germen delictivo.

Una de las últimas ocasiones en las que la pornografía mereció un análisis hasta cierto punto indulgente fue bajo la pluma de Susan Sontag. La ensayista norteamericana estudió las nuevas manifestaciones eróticas de carácter más bien pornográfico en la novela y el cine y se sumergió en la lectura de Madame Eduarda e Historia del Ojo, de Bataille, así como en la anónima Historia de O, llevada a la pantalla con tanto éxito como escándalo.

Sontag diseccionó con el bisturí de la crítica literaria el devenir sentimental de mujeres que, como aquella Justine de Sade, se acomodaban al placer sin exigir respeto, cautela o condición alguna, sirviendo a sus amos con la entrega y el celo de dóciles mascota. Sontag reparaba en que ese proceso de reducción de la mujer moderna a esclava antigua llevaba aparejada la aniquilación del yo. La protagonista de Historia de O, que ni siquiera tenía nombre, no solo no se rebelaba contra las torturas, mutilaciones, desprecios sufridos, sino que llegaba a disfrutar en mayor medida cuanto más duro era el castigo, más aberrante la posesión a que era condenada… o premiada.

A partir de ese último esfuerzo de dignificación de la pornografía como género literario o artístico, su práctica se ha hundido en una degradación tal que hace imposible cualquier justificación creativa.

Centro de un negocio del cual se benefician solo unos pocos, la pornografía avanza en nuevos países y franjas de edad a medida que los soportes audiovisuales y los gobiernos, el español entre ellos, admiten su tráfico.

Vergonzoso.