Branko Milanovic señalaba que «en los regímenes comunistas, los movimientos de la opinión pública eran impulsados de forma exógena. Había una reunión de partido, un discurso, un cambio de dirección, una crítica de lo que se hacía antes. Eso era repetido por los medios, y también por la gente (a menudo sin convicción)». En Estados Unidos, señalaba, parece que no es así. Pero «si lo inspeccionas de cerca, hay un movimiento simultáneo en una nueva dirección que empieza en las agencias gubernamentales, think tanks, artículos de opinión». El espectro mediático «se satura» de esa opinión y estar en desacuerdo con ella, «algo que no habría tenido importancia unos meses antes, se convierte en un acto de rebelión». Luego la idea se estrella y todo el mundo se olvida de que la apoyó.

La descripción recuerda al debate de los indultos. Por supuesto, mucha gente expresa con razones más o menos sólidas y variable vehemencia su oposición a la medida. Como ocurre a menudo con el presidente del Gobierno, expuso los argumentos contra su decisión actual cuando prometió que no la tomaría nunca. Muchos votantes de izquierda y centro izquierda tenían dudas sobre los indultos. En poco tiempo, esa posición crítica se percibe menos; las razones de quienes se oponen son como poco sospechosas. Algunos analistas empezaron a decir que eran imprescindibles solo cuando el Gobierno decidió que eran necesarios: ya se sabe que el pensamiento independiente tiene sus tiempos.

No deberían sorprendernos posturas –cobardía disfrazada de pragmatismo y buena voluntad– de los empresarios y la iglesia. Como han escrito Teodoro León Gross y Lluís Rabell, es una pena que el presidente no tenga palabras para los catalanes no independentistas. Hablamos de empatía y olvidamos a las víctimas; hablamos de coraje y olvidamos a los valientes.

Otro aspecto deprimente, descrito por Manuel Arias, es escuchar versiones casi calcadas del argumentario y del relato indepe para justificar las decisiones del Gobierno. Los indultos se han producido y ojalá sirvan de algo, pero mejor que nos ahorren los sofismas y la farfolla: prefiero el argumento voluntarista del acto de fe o la historia de aquel que tenía una herradura en la puerta de casa y, cuando le preguntaron si creía que traía buena suerte, dijo: «No, pero me han dicho que el efecto es el mismo aunque no creas».