España, años 50. Estamos en una pequeña ciudad de provincias que tiene todo lo que tienen las otras ciudades de provincias: farmacia, juez, gobernador civil, colegio de curas, río, mujeres angelicales de clase media y misa diaria, niñas y niños que son ya adolescentes, hombres de traje y saludo cortés, pobres que no saben que son pobres, una gran incultura y una fuerte represión contra todo que no sea lo que reza el régimen y que es lo contrario a lo que la vida reclama por sus cuatro costados sin siquiera ella, la vida, saberlo, porque esa ciudad es oscura, gris, no hay risas, sí vigilias y rosarios, no hay arte, sí manteles y bendiciones, no hay distintos y si los hay se esconden bajo las piedras en las esquinas donde el río oscurece lo prohibido. Allí, a esa ciudad donde la vida es un vivir como otros quieren, llega un joven profesor de Historia con sus lecturas de poetas franceses, sus insaciables ganas de cambiar las cosas y un amor patriótico sin banderas ni rimas. Nuestro profesor, pongamos que tiene unos 30 años y no está casado, inaugura su primera clase de Historia hablando a los muchachos del Big Band, de la evolución de Darwin y les dice que Dios no creó al hombre.

Los muchachos lo escuchan atentamente porque aquel profesor tiene algo diferente a los otros maestros: no es guapo, pero resulta apuesto y habla con una cadencia que siembra las dudas y la admiración entre su auditorio. Los muchachos que son eso, muchachos, comienzan a hablar en sus casas de ese profesor que no se parece a nadie y que entiende la educación de una manera muy alejada del castigo y la imposición y que habla del futuro con esperanza, construyendo puentes hacia otras orillas que lo son de fraternidad y concordia. «No es cura, dicen los muchachos, pero ojalá los curas fueran como él».

Los padres no entienden esas palabras y nada les preocupa el nuevo profesor que ante sus ojos es invisible; las madres tampoco hacen mucho caso como están atareadas en sus quehaceres y misa diaria y así la vida sigue rutinaria y perfecta en esa imperfecta ciudad, hasta que un día uno de los muchachos les cuenta a sus padres lo del Big Band y lo de Darwin y que Dios no creó al hombre y que el hombre viene del mono. Los padres, perfectos inútiles de satén y raso, golpean la mesa, blasfeman y advierten a los otros padres sobre ese profesor que dice que venimos del mono y muy disgustados acuden al colegio y le dicen al director que mire usted, que cómo puede ser. Hay un inmenso revuelo maquillado de falsa ética y, aunque todos saben que Dios no creó al hombre, el revuelo se hace más y más, hasta conseguir que el joven profesor abandone la ciudad de provincias, para que en ella la vida vuelva a su placidez de dedal y pespunte.