Cuando te encuentras en mitad de una tempestad, por discreta que sea, es muy difícil mantener la calma, las ideas claras y tener la suficiente frialdad para saber exactamente cuál es el rumbo que debes dar a tu timón para salir de esa situación que incluso puede acabar con tu vida. Porque las tempestades que nos atraviesan y atravesamos son muchas y en cada una de ellas intentamos que el viento nos sea favorable y las olas no nos engullan ruidosas y abiertamente crueles.

Nuestro panorama político tiene algo de ese mar en tempestad, donde unos y otros lanzan consignas para intentar mantenerse a flote, lo que sin duda es una fatigosa tarea, tan ardua como estéril, en estos tiempos en los que a golpe de frases solemnes se calumnia, se traiciona y se compite de la forma más desleal posible. Ignoro cómo acabará todo esto; desconozco si Cataluña proclamará su independencia, si los ruidos de otros ruidos con sabor a sables se impondrán y si el español acabará siendo un idioma cruelmente atacado por no sé qué invasores. No lo sé y la verdad es que cada día me importa un poco menos ese fuego de artificio en el que se ha convertido nuestra política y nuestro Parlamento, que debiera ser un lugar para honrarnos y cuidarnos en estos tiempos tan brutales de pandemia y crisis, en los que los pobres son cada vez más pobres, los jóvenes sienten infinita desafección y donde andamos persiguiendo inútilmente la paz celeste de una belleza que un día soñamos acariciar.

Pero igual que yo camino con desgana, sin importarme si es el sol el que me quema o la desidia que provoca tanta desinformación, ellos también lo hacen y en su desgana descubren que atacar primero es sobradamente productivo y lo es doblemente eficaz si se adereza con titulares que son puntas de lanza y granadas que amputan ilusiones, esperanzas y futuro.

Y así siguen día tras día, sin entender nada, porque en su juego de poder solo saben del triunfo momentáneo, olvidándonos una y otra vez y sin comprender que cada día son más las puertas que se cierran, porque son más los corazones que se oscurecen y se derraman. En el largo pasillo no hay luz, por mucho que ellos la vean, pero la vida sigue y en la casa los pasos se suceden y los platos levantan sus voces de rutina y costumbre y las personas se visten de amable felicidad para salir a la calle y saludar con educación y cortésmente en estos tiempos que con tan poca cortesía nos vienen tratando. Nuestra tempestad son ellos, que nos ahogan con su temeridad y nos dejan en un frío desamparo cuando conquistan las tinieblas de su más tierna estupidez, al creerse únicos e irremplazables en el declive de estos días sin nombre.