China conmemora el centenario de la fundación del Partido Comunista (PCCh) en un clima de exuberante influencia política y económica a escala universal. El mismo partido que refundó el Estado (1949) y luego encadenó sucesivos cambios que lo sumieron en una mezcla de autoritarismo feroz y decadencia imparable, ha mutado en otro capaz de mantener en la calle la iconografía del maoísmo, de compaginar el léxico comunista con el capitalismo de última generación y de disputar a Estados Unidos la hegemonía, singularmente en la cuenca del Pacífico. El mismo centralismo democrático que sirvió al PCCh para rescatar de la insignificancia a la nación exhausta sirve hoy para ejercer un control sin límites en el seno de una sociedad convertida en superpotencia.

Nada de cuanto sucede en China es ajeno a la voluntad del partido, a la autoridad omnímoda del presidente Xi Jinping y a una burocracia gigantesca que marca el paso y encubre los puntos débiles del sistema: desigualdad creciente entre el este urbanizado, con grandes megápolis donde tienen su sede las multinacionales, y el interior, rural y atrasado; el ruinoso sostenimiento de una economía pública anquilosada; el envejecimiento de la población; el frente de aliados asiáticos de Estados Unidos y la incapacidad momentánea de asegurar sus rutas de suministro. Al mismo tiempo, el desparpajo chino para competir en el sector de las tecnologías de vanguardia –5G, inteligencia artificial, carrera espacial y otros– es fruto de la concertación entre las directrices del partido y el dinamismo de un sector privado que hace décadas se acogió a los eslóganes del PCCh que legitiman el derecho a enriquecerse.

Si esta nueva realidad aboca o no a una nueva guerra fría es algo que está por ver. No lo está la voluntad de Estados Unidos de contener al adversario, una estrategia iniciada por Donald Trump mediante un proteccionismo agresivo y continuada por Joe Biden sin alzar demasiado la voz. Frente a las dudas y temores que suscitan en Europa las consecuencias del capitalismo global chino, la Casa Blanca ha optado por impedir que la Ciudad Prohibida culmine una revisión del statu quo internacional, algo a lo que tienden todas las superpotencias para garantizarse un espacio vital tan confortable como sea posible. Puede decirse que el eslogan de Biden América está de vuelta debe traducirse como la voluntad del presidente de contrarrestar el desafío chino con un multilateralismo activo del que Trump no quiso saber nada. El vaticinio atribuido a Napoleón de que el despertar de China haría temblar al mundo se ha hecho realidad en gran medida. En el corto espacio de tiempo transcurrido desde el hundimiento de la URSS y la concreción de un mundo unipolar con Estados Unidos como única superpotencia, China ha sido capaz de desbordar todas las previsiones y la mayoría de estudios prevén que no más allá de 2030 su PIB superará el de Estados Unidos, no su renta per cápita.

Será el gran competidor global que ya es corregido y aumentado, instalado seguramente en una estabilidad interna indiferente a leves sacudidas como las crisis de Hong Kong y Sinkiang, sometido todo al autoritarismo incontestado del partido, que la sociedad acata complacida por el progreso material indiscutible, y sofocada toda disidencia.