Las personas de mi generación que no somos machistas, homófobas o racistas nos hemos sobrepuesto a la educación que recibimos y a los usos y costumbres de la sociedad en la que nacimos y crecimos.

Esos baby boomers a los que ahora amenazan con trabajos forzados para cobrar la pensión, vinimos al mundo en una dictadura rampante que, entre otros muchos males, había marcado a fuego en la sociedad los valores católicos más rancios, los usos sociales más pacatos y la idea de que en España solo había personas blancas, heterosexuales y cristianas. No solo es que nosotros creciéramos así, es que nuestros padres no concebían otro mundo y así nos lo inculcaron. Claro, nosotros, los que intentamos cada día no ser machistas, homófobos o racistas, hemos querido educar a nuestros hijos en el respeto y la tolerancia.

Y las nuevas normas sociales, las leyes y la evolución de la propia sociedad nos han ayudado en la tarea. Así que el resultado es que la generación más joven hoy no carga con los prejuicios con los que nosotros tuvimos que vivir y de los que tuvimos que despojarnos.

Por eso, ver ahora esas turbas de chavales apaleando a otros chavales al grito de maricones me produce tanto estupor como vergüenza. ¿De dónde les vienen esos prejuicios tan rancios? ¿De su entorno, de su educación, de sus querencias políticas? ¿Cómo pueden vivir tan ajenos a la realidad que les rodea, en la que personas del mismo sexo se casan y forman familias, y todo con la más absoluta normalidad?

Se me ocurre que el delito por violencia homófoba tendría que tener su propia legislación, separada de los delitos de odio genéricos.

Eso, y mucha pedagogía, puede que contribuyan a atajar tanto odio al colectivo LGTBI.