En mi sueño estoy en la clase de EGB del colegio con todos mis antiguos compañeros. Nos saludamos, nos reímos, sin comprender muy bien qué diablos hacemos aquí de nuevo. Al entrar el profesor, todos nos callamos, flota el silencio, y descubrimos aterrados que nada ha cambiado.

En mi siguiente sueño tengo que entrar en una casa siniestra, no sé por qué oscura razón, pero tengo que hacerlo. Siento miedo, mucho miedo, pero en mi fuero interno sé que tengo que hacerlo, que tengo que entrar. Subo por un largo tablón de madera, inclinado contra la casa de mis horrores: es una casa deshabitada, tétrica, medio derruida; el extremo del tablón da a una ventana abierta de la vieja casa.

La ventana se me antoja como una boca negra; no se ve nada a través de ella, sólo la más infinita negrura, y sé que tengo que entrar por ella, y no sé lo que me puedo encontrar en el amenazante interior; nada bueno, me digo.

Subo despacio, poco a poco, con sigilo, con pavor, y la ventana negra se acerca a mí, cada vez más, cada vez más, rodeándome con su misterio.

Cuando ya estoy en la ventana, siento que algo corre detrás de mí, que algo sube como una bala por el tablón, y una mano viscosa me agarra con fuerza por la espalda. Grito aterrado, una, dos veces, y mi segundo grito me lleva al despertar.

En mi siguiente sueño asisto a una boda en una iglesia (otra historia de terror). En el altar, en una gran pantalla, se retransmite un partido de fútbol; es difícil desviar la mirada del balón y atender a las acciones y palabras de los novios. De vez en cuando, hasta el sacerdote del encuentro nupcial se vuelve a mirar el resultado del partido. Contra el fútbol no se puede competir, desde luego; ¿a quién se le ocurre casarse al mismo tiempo que se celebra una gran final?