Todos los países democráticos, y la misma Unión Europea, cuentan con un órgano encargado de fiscalizar las cuentas públicas y su gestión. En España, la Constitución establece que esta función le corresponde al Tribunal de Cuentas, formado por 12 miembros, seis de ellos nombrados por el Congreso de los Diputados y otros seis por el Senado, por un periodo de nueve años. Se trata pues de un órgano autónomo, aunque no independiente, cuya tarea resulta esencial para garantizar que la gestión del presupuesto y de las empresas públicas responda a los principios de «economía, eficacia y eficiencia» establecidos por la ley. Sin embargo, la lentitud que ha caracterizado al fiscalizador de las cuentas públicas en los últimos años, en asuntos de corrupción de singular relevancia –desde que el Tribunal de Cuentas fue renovado, en 2012, cuando el PP tenía mayoría absoluta en el Congreso y el Senado– contrasta con la celeridad con la que ha actuado ante un uso supuestamente indebido de fondos de la Generalitat durante el procés. Independientemente del debate jurídico, la intervención del Tribunal de Cuentas ha vuelto a poner sobre la mesa el debate sobre su credibilidad. La actual composición del órgano encargado de fiscalizar las cuentas públicas, con vínculos estrechos de algunos de sus miembros con José María Aznar y sus gobiernos, han suscitado dudas legítimas sobre su imparcialidad. La laxitud con la que el tribunal ha actuado en los casos de corrupción que han afectado al PP en los últimos años no ha hecho sino acentuar la suspicacia acerca de una politización de sus decisiones. El independentismo ha utilizado esta percepción para rehuir la cuestión de fondo sobre si la utilización del presupuesto del servicio exterior se ajustaba a la ley o no. Como dijo el entonces ministro José Luis Ábalos la actuación del Tribunal de Cuentas contra altos cargos de la Generalitat supone colocar piedras en el camino del diálogo. Pero las piedras que jalonan este camino no podrán sortearse con argucias propias del pasado.