La crisis social acentuada por la carestía de alimentos y medicinas en plena escalada de la pandemia coloca al régimen cubano en una situación poco menos que insólita. Desde el maleconazo ocurrido en 1994 no se llenaban de manifestantes las calles de muchas ciudades de la isla y no recurrían el Gobierno y el Partido Comunista de Cuba (PCC) a proclamas tan escasamente pacificadoras como las hechas por el presidente Miguel Díaz-Canel, entre ellas esta: «La orden de combate está dada: a la calle los revolucionarios». Tampoco en 27 años se habían visto a tantos jóvenes implicados en la protesta ni se había dado la vuelta de viva voz a la conocida consigna castrista Patria o muerte, convertida en las calles el pasado domingo en Patria y vida.

Con independencia de quienes puedan explotar políticamente la movilización –el PCC da por seguro que los hilos se mueven desde Estados Unidos–, lo cierto es que las sanciones impuestas a Cuba por Donald Trump y la contracción del turismo a causa de la pandemia han dejado la economía cubana en estado catatónico. Desde el periodo especial que siguió al desmoronamiento de la Unión Soviética no se percibía un clima de agotamiento colectivo del tenor del que ha desencadenado la crisis en curso. No es únicamente que falte de todo, pesa también que solo el 15% de la población ha recibido la pauta completa de la vacuna desarrollada por científicos cubanos, que el desarrollo del sector privado se ha estancado si no ha retrocedido y que las últimas generaciones perciben la mitología revolucionaria como algo sobrevenido, ajeno a sus anhelos primordiales, al conocimiento de otros entornos sociales a los que tienen acceso a través de internet.

El convencimiento del PCC y del Ejército de que es posible prolongar el modelo castrista después de los hermanos Castro se antoja inviable o solo posible mediante un sistema acrecentado de control social. Si Cuba acaso fue en muchos momentos del pasado la causa ética de la izquierda, dejó de serlo hace bastante a la luz del anquilosamiento del régimen, de su perfil dictatorial y de la imposibilidad de reformarlo en un sentido democratizador, de restitución de la autonomía a los ciudadanos. Si el léxico revolucionario logró la complicidad de los cubanos en un primer momento, hoy interesa a un auditorio en franco retroceso por simple renovación vegetativa.

Es muy posible que en el desarrollo de los acontecimientos en Cuba algo haya de utilización del descontento social por parte de terceros, pero tal maniobra no sería factible si no se dieran los requisitos mínimos para enardecer la calle. Y es un caso de ceguera política manifiesta la decisión de la dirigencia de alentar la confrontación, que es tanto como decir de ahondar en la fractura entre los partidarios y los contrarios a seguir instalados en un modelo que, se mire por donde se mire, es inservible para cimentar en él el futuro.